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Apuntes del libertino

  • La editorial Alamut reúne los 'Diarios' de Lord Byron en una excelente edición, traducida, prologada y anotada por el especialista en su figura Lorenzo Luengo

Se recogen aquí los Diarios de Georges Noel Gordon, el célebre Lord Byron, traducidos y anotados por Lorenzo Luengo. Diarios que van desde sus últimos días en Londres, antes de marchar al exilio suizo, hasta su desembarco en Grecia, donde sus días concluyen de modo abrupto cuando apenas contaba treinta y seis años. Entre medias, Italia. Y en Italia, el amor, la conjura, el dispendio, la perenne fatiga de este hombre infatigable y trémulo, a cuyos versos se debe gran parte del imaginario épico del XIX, y no poco de la moda amorosa, indolente, entre malvada y cínica, que subyugó a los amantes del viejo continente desde el Cádiz de Argüelles hasta el Weimar de Goethe.

¿Qué hay de interesante en estos Diarios, de redacción tan caprichosa como fragmentaria? Sin las precisas notas de Lorenzo Luengo, más las páginas aclaratorias que abren el volumen, el lector se encontraría perdido en un tupido bosque de iniciales y nombres que, dos siglos después, dicen poco a la curiosidad moderna. No obstante, es a pesar de esta rémora de viejas celebridades y amantes de otro siglo, como encontramos la verdadera singularidad de Byron, la cual no es otra que la de encarnar con verosimilitud y urgencia la romántica figura del maldito. Sólo en Byron se conjugaron el personaje y el autor para crear un arquetipo fabuloso, mitad diabólico, mitad ermitaño, que modificó las costumbres amatorias de varias generaciones europeas. Sin duda, Las cuitas del joven Werther de herr Goethe dieron cauce a las pasiones del siglo, creando una manera de amar, de agonizar, de expresar las desazones del alma, que condujo a muchos jóvenes a una muerte prematura y violenta. Pero únicamente en Byron, en su fastuosa desgana, se personificó en el mito de un Don Juan hedonista y diabólico que vulneró audazmente las leyes de los hombres. Los amores incestuosos con su hermana Augusta, o la perenne extravagancia de la que hizo gala, no hicieron sino incrementar la oscura fama de este solitario errante, de energía e inquietud descomunales, y a cuya puerta se agolpaban los carruajes para allegarle invitaciones, tarjetas y misivas.

Pues bien, evitados los escollos de una abultada nomenclatura, y obviando la singularidad ortográfica que exhibe Byron, lo que encontramos en sus Diarios es la desnudez del maudit, la infinita pereza y el profundo hastío que llevaron a este hombre excepcional a una actividad frenética. Como el Maldoror de Lautrèamont, Byron fue el desencantado, el gran defraudado por el mundo, cuya mayor desgracia tal vez fuera el temprano éxito de cuanto se propuso. Sólo el amor de su hermana, a quien va dedicado el Diario alpino (en aquel viaje se fraguaron el Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de Pollidori), parece remansar a un espíritu que usó de la literatura como lenitivo, como efectivo láudano, para adormecer la herida de sus amores culpables. Así, el innumerable ejército de sus amantes, o las cuantiosas sumas que cobraba por sus escritos, no bastaron para aplacar una profunda sed que nacía de lo absoluto, del ideal, pero que su carácter mordaz derivaba hacia la sátira, y en suma, hacia la broma perecedera y fulminante. Quizá por esto, muchos comentaristas posteriores han querido ver en Byron, no un gran escritor del Romanticismo inglés, sino la escenificación, la verídica efigie, de cuanto se cantaba en una obra mediocre.

No obstante, tras la rima caudalosa y el verso fácil, lo que se hallaba era un corazón hastiado. Y fue la generosidad, el Ideal esquivo, lo que orientó sus pasos a Missolonghi. Por el prólogo de Luengo conocemos la compulsión británica de aquella hora a la confesión y a la burla; esto es, al chismorreo inmisericorde y el latrocinio de cartas. Basta recordar los Diarios encriptados de Samuel Pepys, escritos en el XVIII, para comprender la precaución de los corresponsales al momento de confesar sus deslices. Byron no. Byron, impulsivo y agónico, prefirió dejar alegre constancia de sus amores en estas páginas, así como el adverso juicio de algún badulaque eminente. A su muerte, los amigos decidieron dar fuego a las páginas más incómodas. Para la posteridad quedan, sin embargo, su pobre opinión sobre la literatura (apenas un débil sustitutivo de la vida), más aquel amor equívoco y sincero de su hermana Augusta, único puerto de este viejo corsario.

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