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Bromas de Santos Inocentes

  • Antiguas bromas de niños 'inocentes'. Envolvían empaquetado un ratoncillo muerto y lo dejaban en la puerta de la iglesia o embadurnaban las aldabas con los pastosos excrementos del chucho callejero

CONTAR a nuestros hijos las travesuras que ingeniábamos de niños puede provocarles, como mucho, una mueca que ni siquiera llega a la sonrisa; y es, o si están muy bien educados, porque, si no, hasta pueden pensar que somos imbéciles.

Sin embargo fueron muchos los niños que se morían de risa envolviendo perfectamente un ratoncillo muerto en una caja de cartón para colocarla luego bien empaquetada en la puerta de la iglesia, momentos antes de finalizar la novena a la Virgen. La pobre anciana, ante el feliz hallazgo del regalito nada más salir del templo, olvidaba su gravísima artrosis y se precipitaba con rapidez sobre el paquete, antes que las vecinas, y lo introducía en su bolso como por arte de magia. Ya sólo faltaba volver la esquina y desvelar el contenido del milagroso hallazgo. Los niños traviesos, escondidos enfrente, observaban el repullo de la vieja y la ira con la que despreciaba la cajita, maldiciendo, perdiendo su estado de gracia conseguido tras la novena y acordándose de los difuntos de los malvados autores.

Aquella otra fechoría era todavía peor y hasta repugna contarla. Consistía en embadurnar las aldabas de las puertas con los pastosos excrementos de algún chucho callejero y esperar con paciencia al vecino de turno, que agarraría con toda la mano el picaporte para avisar a la familia de su llegada a casa. De nuevo, carcajadas desgarradas de los infantiles diablos y, de nuevo, el clamor de la víctima, que no sabe qué hacer con la mano, mientras recuerda también a los antepasados fallecidos sin olvidar a la madre que los parió.

La verdad es que los excrementos en la vía pública daban mucho juego para las bromas; algunos se dedicaban a taparlos primorosamente con unos papeles acoplados en forma de pelota, tan bien dispuestos que el bulto parecía estar pidiendo a voces ser pateado por el primer viandante para desplazarlo lo más lejos posible. No había que esperar mucho. El primero que pasaba picaba seguro y, de nuevo, las risotadas de los chaveas ante la imagen de aquel 'futbolista' poco afortunado que no pudo meter el gol que esperaba porque el impacto de su fuerte lanzamiento salpicó de mil florecillas marrones y malolientes el escaparate de enfrente. El conflicto podía llegar a mayores por las protestas del comerciante, pero siempre había un guardia benevolente que resolvía el lío poniendo sus manos sobre los hombros de los peleantes, ofreciendo tabaco al grande y buenos consejos al niño.

LOS DOS REALILLOS. La aparición de las moneditas de dos realillos con el agujero central dio también pie a nuevas bromitas: las de las monedas perdidas y halladas en el templo de tu imaginación. Había que ser imbécil para creer que a alguien se le podía perder una moneda así como así, con lo escasas que estaban. Peroý bueno, puede pasar. Atada la moneda por su ombligo con hilo de bramante invisible, era colocada en la acera y controlada desde la ventana cercana por los traviesos de siempre. Cuando el afortunado la detectaba maravillado, se agachaba con disimulo pero con cierta agilidad felina, a pesar de lo cual eran más rápidos los de la ventana para tirar del hilo y hacerla desaparecer. La cara del incauto peatón era una mezcla de la que se le pone al idiota y al bobo cabreado y abochornado. No son posibles tantos gestos juntos en tan poco tiempo y en una sola cara. Pero esta broma era peligrosa, porque los graciosos de la ventana estaban escondidos y si el 'primo' engañado y con las venas del cuello gordas los descubría podía haber rotura de cristales primero y de huesos después.

Estas bromitas han desaparecido porque ya no hay realillos, ni ratones, y aunque abundan las 'ratas' y los rateros, escasea la imaginación. Sí tenemos, y en abundancia, excrementos perrunos callejeros, pero forman ya parte de nuestro paisaje urbano de tal manera que han dejado de ser broma para ser desgracia. Sólo nos consuela pensar que aquél que no se haya embarcado, pisado o patinado por su culpa que tire la primera piedra, pero nunca a la cabeza del chucho, pobrecillo; ni a la del que está usted pensando. Tengamos la fiesta de los inocentes en paz.

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