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Dylan Thomas en estampitas relamidas

Drama, Reino Unido, 110 min. Dirección: John Maybury. Guión: Sharman Macdonald. Intérpretes: Keira Knightley, Sienna Miller, Matthew Rhys. Música: Angelo Badalamenti. Fotografía: Jonathan Freeman. Cines: Cinema 200, Kinépolis.

Además de ser noctámbulo, mujeriego, alcohólico, dilapidador de sus bienes y de su vida, provocador, seductor de mujeres y de audiencias, el galés Dylan Thomas (1914-1953) fue uno de los más grandes poetas británicos del siglo XX. Que lo primero -su desquiciada vida quemada en 39 años- guarda relación con lo segundo -la oscura y magnífica exasperación de su poesía- es un hecho. Pero para que esa relación se estableciera era necesario, como requisito imprescindible, el genio. Sin la condición previa del genio un borracho es sólo un borracho. Pese a lo que a veces pueda afirmar el tópico seudo romántico de los creadores malditos, el alcohol o las drogas no son la causa de su genio sino su trágica consecuencia: una sensibilidad en carne viva busca en él refugio, olvido, autodestrucción, experimentación de límites o lo que sea.

El cine más convencional, que es el que disfraza de anticonvencional, gusta invertir las cosas representando los hábitos autodestructivos de los creadores como la fuente de su genio. Es lo corriente en él que aparezcan bebiendo y amando en vez de escribiendo o pintando, como si lo que les ha hecho inmortales fueran sus habilidades amatorias o sus papalinas. Reciente está el caso del mamarracho fílmico español sobre Jaime Gil de Biedma. Es también el caso de esta relamida, falsa, superficial, inauténtica y cursi película centrada en la compleja relación, durante los años de la Segunda Guerra Mundial, entre el poeta, su esposa Gaitlin MacNamara, su íntima amiga a la vez que amante de su marido Vera Phillips y el desdichado marido de ésta. Un dúo evolucionado a trío que termina en cuarteto con las previsibles complicaciones incluso judiciales.

El problema más grave de la película es que un drama pasional centrado en un genio autodestructivo no puede filmarse con un preciosismo relamido que reconstruye con afectada cursilería las escenas de pasión, y con amanerada y falsa pulcritud la época. Otro problema, relacionado con el anterior, son sus intérpretes, dotados de una superficial belleza publicitaria sin capacidad para transmitir auténtica seducción. Para colmo de males, sobre la mediocre interpretación que Matthew Rhys hace del poeta se proyecta la larga sombra de otro galés genial y borracho, el actor Richard Burton, que grabó en 1954 para la BBC la famosa obra de teatro radiofónico de Dylan Thomas Bajo el bosque lácteo y que la interpretó en la versión cinematográfica de 1972 dirigida por el escritor Andrew Sinclair. Hasta tal punto la personalidad y la voz de Burton se identificaron con las de Dylan Thomas que, cuando en 2003 la BBC volvió a grabarla para conmemorar el cincuentenario de la muerte del poeta, no encontraron un intérprete que lo superara y rescataron la grabación de Burton de 1954 y la insertaron en la nueva producción.

Dirige esta cosita el pedantón John Maybury, autor de otra igualmente artificiosa biografía de celofán del pintor Francis Bacon que se llamó El amor es el demonio.

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