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Epopeya sinfónica

Programa: Canciones y danzas de la muerte, de Modest Mussorgsky-Dmitri Shostakovich; Cuadros de una exposición, de Mussorgsky-Ravel; Alexander Nevski, op. 78, de Sergei Prokofiev. Solista: Larissa Diadkova, mezzosoprano. Director: Tugan Sokhiev. Lugar y fecha: Palacio de Carlos V, domingo 8 julio 2012. Aforo: Lleno.

Como se esperaba, el concierto sinfónico-coral que cerraba la 61 edición del Festival Internacional de Música y Danza de Granada, tuvo en cuanto a trascendencia y originalidad programática, el sello de la era Gámez. Música rusa, poco habitual en el certamen, si exceptuamos Cuadros de una exposición, de Mussogsky, genialmente orquestada por Ravel, con la conmovedoras y dramáticas Canciones y danzas de la muerte, del propio Mussorgsky, en la versión sinfónica de Shostakovich, y la colosal cantata Alexander Nevski, resumen de la música que escribió para la película de otro genio ruso, el cineasta Sergio Mikhailovch Eisenstein, el autor de El acorazado Potenkin, de Iván el terrible y La conjura de los Boyardos. Obras y autores de tales dimensiones no cabría siquiera un mero análisis de las mismas en el espacio de una crítica, así que me remito a la doble página publicada el pasado viernes, Ecos de la Rusia profunda.

Claro que para conseguir los efectos conmovedores y grandiosos del programa hacen falta protagonistas tan excepcionales como la Orquesta Nacional del Capitolio de Toulouse, el Coro de la Generalidad Valenciana, una mezzosoprano de la calidad y fuerza dramática de Larissa Diadkova y, sobre todo, un director absolutamente magnífico, titánico, como Tugan Solkiev.

Noche memorable, de las que verdaderamente pasarán a la historia del Festival. La valoración estrellada que hace el crítico no sólo se basa en la calidad de la interpretación escuchada, sino en la intensidad del programa. Y ambas cosas confluyeron como un torrente de emoción en el concierto de clausura. Primero, abismarse en las Canciones a la muerte, del genial Mussogsky, el autor ruso más personal, profundo y dramático de la música rusa, como decía. La transcripción para orquesta que hizo Shostakovich en 1962 respeta la intensidad del canto -esta vez en la voz de una mezzo- iniciada con una canción de cuna -en re sostenido menor- de una madre en el lecho de su hijo a punto de morir, acariciadora, pero en lucha contra la garra mortal que acabará llevándoselo; de un borracho perdido en el hielo, de una mujer contemplada desde la ventana por la muerte; de un Mariscal de campo, responsable de la muerte de sus soldados en cruenta batalla, con un acentuado carácter antimilitarista. Basada en poemas de Goliniechiev-Kutuzov, es un conmovedor retrato de la Rusia profunda del siglo XIX, donde la enfermedad, el alcoholismo o las guerras eran los aliados de la muerte. Hacía falta para expresar ese mundo una voz de la entidad dramática de Larissa Diadkhova, potente, estremecedora en el relato, sutil cuando es necesario, expresiva, pero siempre intensa, dentro de las cualidades vocales de las cantantes rusas. Su conmovedora actuación tuvo el diálogo preciso, elocuente, atento en las matizaciones del director y la orquesta, convirtiendo la audición en algo sencillamente emocionante.

En Cuadros de una exposición, de Mussorgsky-Ravel, la Orquesta de Toulouse mostró -como ha hecho otras veces en el Festival- su enorme capacidad, fuerza y plenitud en cuerdas, vientos, percusión. Pero, además, el diálogo con su director Tugan Sokier es tan profundo, que no se escapa detalle, plano, contraste, extrayendo cada milímetro de la paleta sonora raveliana que pone a disposición de la original partitura para piano. Tras cada Promenade (paseo) nos deslumbra una estampa, un cuadro sinfónico, sutil, humorístico o profundo como una catacumba o grandioso como La gran puerta de Kiev. Pocas veces hemos escuchado una versión más contrastada, más lúcida y más arrebatadora, donde cuerdas y metales, percusiones y arpas rivalizan para componer la gran exposición.

Y un final apoteósico, el de una epopeya del pueblo ruso, relatada por Eisenstein en el cine con el título de Alexander Nevski, el príncipe que les salvó de la conquista de los cruzados teutones en el siglo XII, a la que puso música Prokofiev, música que condensaría en la cantata op. 78 del mismo nombre y que ya comenté ampliamente, en el citado análisis, su contenido y sus circunstancias, tanto del cineasta, como del compositor y su tiempo, la Rusia de la revolución soviética. Para exponer esta epopeya épica -enfrentamientos guerreros, derrotas, victorias, campo de batallas, en la soledad de los muertos, triunfo final del pueblo ruso con la entrada de Alexander Nevsky en Pskov- hace falta otra epopeya sinfónica y coral: la que nos ofreció la Orquesta de Toulouse y el Coro de la Generalitat Valenciana, sin olvidarnos del canto dolorido que hizo de nuevo Diadkova en la penúltima página El campo de los muertos. Fue un portento de elocuencia, de matices, de grandiosidad épica, como corresponde a la partitura. Una vez más Tugan Sokhiev se sumergió en la orquesta y le insufló una fuerza, dinámica y emoción excepcionales, extrayendo y mostrando todos los elementos sonoros dispuestos por el autor. Tuvo la extraordinaria colaboración del Cor de la Generalitat Valenciana, que dirige Francesc Perales, que había recibido la medalla de Honor del Festival por sus diversas colaboraciones en el mismo. Ejemplo de esa atención y vitalismo de Sokhiev fue el final, donde teniendo el coro al límite de la intensidad sonora, eleva los brazos para subir otro escalón casi imposible del fortísimo. Era toda una epopeya musical, digno subrayado de otra epopeya histórica de un pueblo cantando sus libertades que, con todas las intenciones políticas coyunturales que se quiera, prevalecerá, como el cine de Eisenstein, como un hito más que añadir a la riqueza de la música rusa de todos los tiempos.

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