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FRANCO HA MUERTO

  • La nueva entrega narrativa del escritor Vicente Valero, publicada por Periférica, combina la memoria personal y la colectiva, la evocación histórica y la novela de aprendizaje

las transiciones

Vicente Valero. Periférica. Cáceres, 2016. 120 páginas. 15 euros

Después de los relatos aparentemente autobiográficos recogidos en Los extraños, sobre personajes difuminados de su propia familia, y las estampas o semblanzas que conforman El arte de la fuga, referidas a Juan de la Cruz, Hölderlin y Pessoa, la tercera incursión del poeta Vicente Valero en la narrativa es la que más se parece a una novela, aunque tanto el escenario, la isla de Ibiza, como los datos que de sí mismo y del tiempo evocado ofrece el narrador -de nuevo anónimo, como en Los extraños- permiten interpretar su contenido en clave más o menos memorialística, al modo de las autoficciones contemporáneas. Esto, ya sabemos, no importa demasiado, pues lo que de hecho se propone y consigue Las transiciones es imprimir un carácter generacional a las vivencias concretas, particulares de sus personajes, vinculadas al estrecho marco de una pequeña capital retratada en un momento de cambio, el final de la dictadura, que es abordado a través de las evoluciones -también cambiantes, de ahí el plural del título- de los protagonistas, incluido el narrador, a los que este presenta en dos etapas críticas: el paso de la infancia a la adolescencia y el de la juventud a la madurez.

Novela de formación, por lo tanto, al margen del peso que lo real o lo inventado tengan en la historia que se nos cuenta, Las transiciones comienza de un modo convencional con el clásico reencuentro de varios amigos en el funeral por la muerte de uno de ellos, Ignacio, fallecido prematuramente con sólo 33 años, al que asisten los tres antiguos compañeros que antaño formaban con él -el presente se sitúa dos décadas después, a mediados de los noventa- un cuarteto inseparable. El funeral y después el entierro o el bar donde se reúnen y conversan entre whiskies, antes de acabar en una barra americana, desatan los recuerdos del narrador que se suceden y alternan -en la fluidez con que lo hacen radica uno de los aciertos del relato- con los hechos del momento, que muestran a unos amigos -los otros dos se llaman Julio y Antonio- a los que ya sólo unen las complicidades de cuando era preadolescentes, "chicos bien educados y católicos" de la burguesía que han seguido rumbos muy distintos y entre los que el ahora desaparecido, hijo de un prócer de "mala fama", pionero del turismo que falleció en circunstancias escandalosas, optó desde muchacho por la vida disipada.

Los personajes principales, a los que habría que sumar otros miembros de la familia de Ignacio -la hermana Amelia, por la que el narrador siempre se ha sentido atraído y que tiene gran importancia en la trama, el abuelo don Alfonso e incluso el padre ausente, en cuyo despacho jugaban los niños a la vuelta de la escuela-, aparecen muy bien caracterizados con apenas unos trazos, pero también los secundarios -el cura que oficia el interminable funeral o el severo director del colegio a quien llamaban "el enterrador"- desempeñan su papel a la hora de describir esa España "de cerrado y sacristía" que lloró la muerte de Franco, estaba obsesionada con la represión del sexo -aunque guardara "revistas guarras" en los cajones o en los altillos- y observaba con temor el futuro inmediato, desbordada por los cambios que ya antes estaban transformando la sociedad y en última instancia propiciarían la restauración de la democracia, el "nuevo tótem sagrado". El propio dictador aparece en sus dos visitas a Ibiza, la primera de ellas en tiempos de la República, o ya cadáver en las imágenes que los niños, de vacaciones esos días, observaban en los primeros televisores en color sin saber muy bien, salvo por la inquietud de los padres, qué era lo que estaba pasando. Sede oficiosa de las entonces llamadas "fuerzas vivas", el viejo Círculo Insular, en funciones de casino de provincias, vería cómo los prohombres del antiguo régimen se reconvertían en actores del nuevo, secundados por los cachorros sumisos o descontrolados. También la isla y su paisaje, transformados por la industria turística, cambiaban a marchas forzadas.

Del narrador de Las transiciones sabemos que es natural de Ibiza, que se dedica a la literatura y colabora en la prensa, que nació el mismo año que Valero -doce de edad en 1975- o que tuvo, como su homólogo de Los extraños, un tío ajedrecista. Algo más se nos dice al final, que afecta a la historia y acaso justifica la decisión de escribirla, pero lo que interesa, como decíamos, no son tanto las correspondencias como la cualidad representativa de unos itinerarios, en otro tiempo ligados, que ejemplifican distintas formas de naufragio. Y más allá de la peripecia, el relato mismo, en el que brilla una prosa rítmica, de impecable sintaxis y períodos ocasionalmente largos, que logra recrear en algo más de un centenar de páginas el ambiente moral de una época, sin falsos heroísmos, desde la perspectiva, irónicamente reflejada, de una clase social -la real o supuesta "mayoría silenciosa" invocada por los ideólogos conservadores- que sentía más miedo que esperanza en aquel tiempo mitificado.

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