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Hermosos y malditos

  • El sello Lumen ha estrenado la temporada otoñal con sendas ediciones de Edmund White, una novela protagonizada por el escritor Stephen Crane y una excelente biografía sobre Arthur Rimbaud

Acaban de llegar a nuestras librerías dos obras de Edmund White, una novela y un ensayo, muy distintas, pero complementarias. El protagonista de Hotel de Dream, la novela, es Stephen Crane, autor de una de las obras magnas de la literatura norteamericana, La roja insignia del valor (1896), muerto en tierras de Alemania a la edad de veintiocho años. En esta ficción, Crane transcurre sus últimas horas redactando a su esposa la historia de la atracción de un banquero por un muchachito neoyorquino, algo así como una Muerte en Venecia ambientada en Manhattan a finales del siglo XIX. El protagonista del ensayo es también autor de renombre, también hermoso y maldito, Arthur Rimbaud, por quien White sintió una temprana admiración, transformada luego en algo más profundo: "Me identificaba completamente con los deseos de Rimbaud de ser libre, de ser publicado, de ser sensual, de ir a París. Lo único de lo que carecía era de su arrojo. Y de su genio", escribe en las páginas inaugurales. La poesía, la rebeldía y la homosexualidad de Rimbaud, confiesa Edmund White, le bastaron "para darme esperanzas en calidad de homosexual desesperado que se odiaba a sí mismo, en calidad de aspirante a escritor y en calidad de mariquita rebelde". Son palabras suyas.

Rimbaud, aunque nazca bajo el signo de la militancia gay, evita la apología (mientras no se demuestre lo contrario, el sexo o la orientación sexual no conllevan un plus de inteligencia o inventiva). La admiración no ciega al biógrafo que se muestra, en no pocos pasajes, muy crítico con el biografiado. Arthur Rimbaud nació en 1854 en Charleville, en la región de las Árdenas, hijo de una devotísima mujer y un oficial del ejército que se fue de casa, para no volver, cuando él tenía seis años. Fue un niño aplicado, la alegría de cualquier madre, buen estudiante, poco dado al jaleo, a quien la lectura parecía aplacar el exceso de energías. Luego se supo qué había estado incubando el rapaz. A partir de los dieciséis años empezó a escaparse regularmente de casa, frecuentar "malas compañías", beber como un cosaco y probar toda droga al alcance. En aquel período, los versos se derramaban sobre folios manchados de vino, versos de inspiración parnasiana primero, vitalistas después, antes de devenir armas arrojadizas. White recuerda que, en cuatro años de consagración a la poesía, cabría fijar varias etapas en su producción: "en su breve carrera de escritor, Rimbaud abarcó toda la historia de la poesía, desde el verso latino hasta el romántico, el parnasiano y el simbolista, y de allí al surrealista, aun antes de que existiera el surrealismo".

De la poesía del pasado, Rimbaud habría salvado el ejemplo iconoclasta de Rabelais o François Villon. Admiraba también a Charles Baudelaire y Victor Hugo, a éste con reparos. Entre sus coetáneos profesaba un respeto sincero por Paul Verlaine, diez años mayor, incluso antes de conocerse y convertirse en amantes. Verlaine era otro personaje de extremos: un poeta refinado, una persona brutal, un borracho empedernido y un católico celoso de sus convicciones que entendía su homosexualidad como "vicio". Verlaine ensayó la redención desposando a una jovencita a quien solía alzar la mano cuando bebía unas copas de más, lo que sucedía a menudo. Rimbaud y Verlaine estaban hechos el uno para el otro; ambos rezumaban sensibilidad y violencia. Rimbaud gustaba de ridiculizar a Verlaine, agotar su paciencia y, un día, éste se lió a tiros con él. Verlaine fue condenado a dos años de prisión por intento de asesinato y obligado a pagar a una gravosa multa; en prisión, incorregible, le siguió escribiendo poemas al joven. Durante el proceso, el comportamiento de Rimbaud en ningún momento fue el que se esperaría de un amigo o un amante; no movió un dedo para rebajar la pena.

La inconstancia fue la única norma constante en Rimbaud. Abominaba de la quietud, la inmovilidad, la rutina, de modo que tras publicar Una estación en el infierno en 1873, que nadie leyó, decidió pasar página. A los diecinueve años abjuró de la literatura y el resto de su vida estuvo dando tumbos, renegando de sus pretensiones juveniles, ésas que lo han aupado a los altares. Aquel joven conflictivo -un muchachito patán y malcriado, según algunos testigos de la época- malvivió un tiempo con trabajos precarios (vendiendo entradas para un circo), robando alguna vez (lo confesó él mismo) o sacándole los cuartos a la madre, antes de embarcarse para África decidido a hacer fortuna por la vía que fuera. Traficó con armas, pero no con esclavos, como cuenta la leyenda. Se dedicó al comercio con celo extremo y, al caer gravemente enfermo, postergó el regreso a Francia hasta no cobrar el último céntimo de sus deudores. Cuando se puso en manos de los médicos, era tarde. Murió a los treinta y siete años, en 1891. Sería Verlaine quien salvara su obra para la posteridad. Una existencia ingrata no debía hundir en el olvido un legado poético admirable.

Edmund White Lumen, Barcelona, 2010.

Colm Tóibin Lumen, Barcelona, 2010.

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