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Hugo Birger Peterson el amor en la Alhambra

  • El pintor llegó a Granada en 1882 y se alojó en la afamada Pensión de Siete Suelos, donde ya habían habitado Reganult, Clairin o Fortuny y que era como el paraíso de los pintores extranjeros

En los años sesenta del siglo XX se produjo una revisión nacionalista del pintor sueco Hugo Birger, lo que produjo la publicación de al menos dos interesantes artículos sobre su corta vida, su relación con España y especialmente con Granada, a través de la monografía de su biógrafo Sixten Strömbom. Esto es algo que fundamentaría su aparición en esta serie, pero que no sería así de no haber sido un excelente pintor que mostró una visión muy particular de la luz y las costumbres españolas, desde un enfoque naturalista que quedó contaminado por el preciosismo de Fortuny y la vitalidad de Regnault.

Birger nació en Estocolmo en 1854 y murió a los treinta y tres años en Helsingborg, en su Suecia natal. De familia pobre, siempre anduvo con problemas económicos que hubo de solventar con la venta de sus cuadros y el apoyo de algunos coleccionistas y mecenas, como Pontus Fürstenberg, que fue poseedor de varias de sus mejores pinturas, alguna de tema granadino, que hoy tienen sala propia en el museo de Gotemburgo. Sabemos que en 1867 ingresó como alumno en la Escuela de Bellas Artes de Estocolmo y que en 1878 ya se encontraba en París junto a otros pintores escandinavos como Carl Larson, Skanberg y Hagborg, en cuyo taller trabajará y creará La toilette que recibió muy buenas críticas, siendo admitida en el Salón de 1880. En este mismo estudio pintó una de sus mejores obras: Rue Gabrielle, pero por estas fechas Birger ya tenía la idea de viajar hasta el Norte de África siguiendo los pasos de tantos pintores franceses, previo paso por Madrid, para estudiar a los grandes pintores españoles y la mitificada Andalucía.

Birger se encontraba ya en España en 1882 pasando en Sevilla la Semana Santa, junto a Josephson, desde donde viajaron a Granada tras la Feria de abril, en un agotador viaje de tren que duró trece horas. De este modo, en Sevilla había podido conocer de primera mano las obras de Fortuny que tenía Goyena, y su forma de pintar se radicalizó en busca de esa luz hiriente del sol meridional y el recorte de las figuras mediante un enérgico control del color. Venía con un lienzo a medio terminar y con el encargo de otro de tema sevillano que se titularía La feria. El primero sería acabado en Granada y el segundo se hizo íntegro aquí, separándose mucho de la idea original.

El pintor, cargado con sus pertrechos de trabajo, llegó a Granada en un momento de colapso hotelero, parece ser que por unas importantes corridas de toros que se estaban celebrando, que habían recabado público foráneo hasta agotar las habitaciones en pensiones, fondas y hoteles. Por lo que acabó subiendo a la afamada Pensión de Siete Suelos en la Alhambra, donde ya habían habitado Reganult, Clairin o Fortuny y que era como el paraíso de los pintores extranjeros. Inmediatamente quedó cautivado del espacio y de su accesibilidad al monumento nazarí, pero sobre todo del patio interior que se abría entre el propio edificio y las murallas de la Alhambra, lugar de sosiego o juerga, dependiendo de las necesidades del momento. Pero en este hotel había algo más que la afluencia de artistas, cuando llega Birger había una expedición de pintores alemanes. Allí residían dos muchachas llamadas Matilde y Paula, hijas del propietario don José Gadea Mengíbar, de dieciocho y veintidós años respectivamente, eran el prototipo de la belleza española y andaluza y ya habían hecho soñar a algún que otro artista como al pintor finladés Albert Edelfelt que, habiendo pasado por allí el año anterior, lanzó todos los requiebros posibles a Matilde sin que fructificaran. En una carta dice de ella: "Matilde es lindísima al regresar de la iglesia con su mantilla, que solo deja ver los ojos y la punta de la nariz… des regards incendiaires."

Lógicamente, esta granadina no pasó inadvertida a Birger que se enamoró locamente de ella, que en esta ocasión si correspondió. Hugo Birger irrumpió en la oficina del padre pidiendo la mano de Matilde y don José no alcanzó más que a balbucear que su hija no tenía dote. No obstante, había un problema de corte religioso, pues nuestro pintor era protestante y hubo que consultar con el Arzobispo de Granada la posibilidad de la boda. Mientras, Birger pintaba con energía y decisión jardines alhambreños, el valle del Genil, los gitanos disfrazados de bandoleros, etc. Y, sobre todo, retomó el cuadro de La feria que le había encargado su mecenas Fürstenberg durante su estancia sevillana; pero aquí, el alborozo y lo extrovertido de la feria sevillana, se acabó convirtiendo en plácido almuerzo en los jardines de un carmen granadino en el que, tímidamente, una mujer vestida a lo goyesco desarrolla una danza, mientras otra con mantilla blanca rasguea una guitarra, poniendo el contrapunto de relajación la presencia de un hermoso pavo real que parece un comensal más. Es una escena que casi se podría repetir hoy en el Carmen de los Mártires.

Para este cuadro, Birger tuvo que montar un tinglado de cañas y sombrajos en el patio trasero de la pensión para poder trabajar cuando los modelos, entre ellos el propio don José Gadea, se dejaban. Entre tanto, pintó una delicada escena intrascendente, a los pies del cubo de la Puerta de Siete suelos, en la que un niño custodiado por su aya juguetea con los gorriones. Son años felices en los que Hugo Birger sale a pasear y rellena cuadernos con vistas de la Sierra, paisanos y las torres de la ciudad, mientras espera el permiso de su matrimonio, que no se consolidaría hasta noviembre de 1882, en Gibraltar.

A partir de este momento, los esposos viajan por Francia, España y Suecia, viniendo a Granada continuamente pues, aparte de los motivos familiares, el clima era ideal para el joven pero reumático pintor. De hecho, durante el día de Navidad de 1884, estaban en la Alhambra cuando la tierra tembló y toda la población bajó precipitadamente a la vega: era el trágico terremoto de Alhama y pronto se vería la magnitud de la catástrofe. Birger, impresionado, realiza dibujos del momento y poco después entra en contacto con los artistas escandinavos residentes en París, para editar una carpeta con obras originales, titulada Fran Seinen Strand II (A la orilla del Sena II) con cuya venta socorrieron a los damnificados, en la medida de lo posible.

Tras este incidente, los Birger vuelven a Francia y la quebradiza salud de Hugo hace que se refugien en su tierra natal, donde moriría tras una larga enfermedad en 1887. Tiempo más tarde, un biógrafo del pintor entrevistó a Matilde y le preguntó sobre la muerte de su esposo y esta contestó "Hay un refrán ingenuo que escuché de los labios de un campesino de Güejar estando allí con Hugo: 'Quien muere joven, sigue joven'. Así le sucedió a Hugo".

Hoy para ver su obra, y por tanto la imagen de la Granada finisecular que tanto amó, hay que viajar a Suecia, especialmente Estocolmo y Gotemburgo, en donde sus museos atesoran los cuadros y los valiosos cuadernos de apuntes de este joven y maduro pintor.

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