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'Incidente Shyamalan'

  • El reciente estreno de 'El incidente' pone en el punto de mira al controvertido último 'gran talento' del cine de Hollywood

La filmografía de M. Night Shyamalan (Mahé, India, 1970) provoca una paradójica sensación de fascinación que viene siempre acompañada de decepción. Pocos directores-autores en el Hollywood contemporáneo han conseguido forjar con tanta solidez un estilo visual y narrativo capaz de remitir a los grandes maestros creadores de formas cinematográficas puras como Hitchcock o Kubrick; un estilo capaz de trascender los moldes del género (en su caso, el terror y el fantástico) para llevarlo a un territorio nuevo y personal. Al mismo tiempo, cada nueva película de Shyamalan, hábil gestor de la autopromoción y el marketing, acaba por mostrar síntomas evidentes de sus limitaciones para mantener a flote la 'suspensión de la credibilidad' de sus sofisticados mecanos argumentales, prediseñados siempre para la sugestión y el miedo desde una concepción que trabaja insistentemente los procesos de identificación a través de las estructuras clásicas del relato fantástico-terrorífico, un medido sentido de la elipsis y el suspense, una sorprendente economía en la puesta en escena y una sugerente imaginería prestada que adquiere un nuevo perfil de extrañamiento a la luz de su mirada.

Escindidos, por tanto, entre la constatación de un talento visual y narrativo deslumbrante, heredero del neoclasicismo de Spielberg pero también de otros modelos próximos a algunos de los estilistas más rigurosos del cine contemporáneo, y el (parece) inevitable desvío o claudicación de todas sus películas hacia un universo argumental pueril cuando no tramposo, seguimos, sin embargo, depositando nuevas esperanzas de culminación de un proyecto en cada nuevo título de Shyamalan. Fascinados, como nos ocurre ahora, por la poderosísima y condensada imagen del cartel promocional que sirve de avanzadilla para El incidente: una imagen apocalíptica, inquietante y absorbente que nos muestra coches vacíos dispuestos caóticamente en una carretera que apunta hacia el horizonte sombrío de la ciudad, una imagen que parece preludiar el fin del mundo.

Porque el cine de Shyamalan nos habla una y otra vez del fin del mundo y de su orden natural, un mundo amenazado por fantasmas (El sexto sentido), peligrosos extraterrestres (Señales) o villanos de cómic (El protegido); un mundo regido por comunidades anacrónicas (El bosque) y acechado por monstruos legendarios salidos de la peor de nuestras pesadillas (La joven del agua); un mundo (el de la inocencia y la infancia), en definitiva, vigilado, agredido, acosado, sitiado por la propia (mala) conciencia del hombre (adulto).

En el núcleo de las películas de Shyamalan late siempre el discurso de un moralista que parece querer afirmar su identidad de integrado agradecido a través del abrazo de los valores fundacionales de la cultura americana (la familia siempre es el bastión inexpugnable, el núcleo de fuerza y resistencia contra el peligro exterior), pero también el de un ecologista de la regresión, a saber, un director que se niega a crecer y a hacer crecer a ese espectador que se inscribe como protagonista absoluto de sus poderosas y visionarias fábulas con moraleja.

Consciente de sí mismo como marca (véase el falso-documental The buried secret of M. N.Shyamalan, en el que observamos cómo el director juega a crear su propia -falsa- leyenda de misterio), antes junto a Disney, ahora con la Fox, para Shyamalan el cine es ese "diván de los pobres" donde enjuagar los miedos atávicos para consumirlos comiendo palomitas. Puede que el día en que decida crecer sus películas lo hagan también: hacia un verdadero y estimulante lugar desconocido.

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