Ficcionario

de Lolita

  • Vladimir Nabokov engendró en 'Lolita' a su criatura más perdurable, una vampirilla de trece años, de incipientes colmillos y sed abrasadora l Es una travesura perversa, apasionada y genial

En la ficción, el nombre debe adherirse al hombre como si fuera su piel, pero hallar el más conveniente para el personaje, bautizarlo como dios manda, no es tarea fácil y una elección errada puede pagarse caro. Imaginen qué habría ocurrido si Bram Stoker se hubiera contentado con Wampyr, uno de los primeros apellidos que barajó para su legendario conde. Wampyr habría sido una vulgar redundancia; Drácula, en cambio, en cuya tronco se ha injertado la estirpe del "Dragón", es un hallazgo prodigioso y, hoy, el lector no concibe un nombre distinto para el príncipe de los vampiros. Vladimir Nabokov tuvo muy en cuenta estas exigencias a la hora de engendrar a su criatura más perdurable, una vampirilla de trece años, de incipientes colmillos y sed ya abrasadora. La registró legalmente como Dolores Haze (el apellido significa "Neblina") para decantarse luego por un diminutivo cariñoso y abandonarse a la voluptuosidad de su pronunciación en un incipit memorable: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta".

Lo de Dolores no es casual, por descontado; en literatura suele darse el accidente; la casualidad, en cambio, es menos frecuente. El nombre es el sustantivo "dolor" al plural y sugiere la capacidad de esta adolescente para infligir daño; además, la abreviación popular de Dolores, Lola, pertenece a una antiquísima genealogía de féminas pérfidas que se remonta a la Lilith de la tradición hebrea, un demonio femenino anterior a Eva, y entronca con la Lola-Lola interpretada por Marlene Dietrich en la pantalla grande, un puñado de hembras que se complacen en sembrar el mal a partir del deseo despertado en el macho. La dimensión mítica de Lolita se entrevé en el adjetivo con que Nabokov la viste: el novelista buceó en las aguas de la leyenda y encontró las sigilosas deidades que habitaban los ríos y bosques de antaño, y sirviéndose de nuevo de la sufijación convierte a las ninfas en "nínfulas" de la misma manera que había reducido Lola a Lolita.

Para justificar un apetito bochornoso por dicha nínfula, Humbert Humbert, el protagonista masculino, apela a ejemplos insignes del patrimonio cultural de Occidente y recuerda al lector: "Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando ésta tenía nueve años y era una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada, con un vestido carmesí… y eso ocurría en 1274, en Florencia, durante una fiesta privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su Laura, ésta era una rubia nínfula de doce años que corría con el viento, el polen y el polvo". La referencia a Dante y a Petrarca es una más de las insolencias sinfín y agudezas sinnúmero del libro, pues de sobra son conocidos los monumentos literarios que ambos, como amantes, erigieron a sus amadas: Dante ideó La vida nueva en honor a Beatriz, Petrarca rindió su Cancionero a los pies de Laura, y Nabokov convierte este brillantísimo artefacto narrativo en lo que no debiera: una historia de amor con todas las de la ley. Lolita (1955) es una piedra arrojada contra los cristales límpidos del caserón burgués, pero es más: una travesura perversa, genial, una lengüecita sacada a unos y a otros con delectación, y más aún: un relato apasionado, del primer acorde al último. Nabokov obliga al lector a incurrir en la misma abyección de Humbert Humbert, y Lolita -yo hablo de la novela, no de la niña- deviene arrebato y pecado míos, pasión y alma mías. Lo-li-ta.

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