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Luz de mi vida, fuego de mis entrañas

Pasión y sexo, temas recurrentes en la narrativa de Juan Marsé, son las luces que guían, o los fuegos que encienden, o la sangre que oxigena su novela más reciente, Canciones de amor en Lolita's Club (2005). Tal como promete el título -un guiño descarado a Vladimir Nabokov-, el amor corre a raudales por las páginas del libro, en canciones y a gritos, de mentira, de verdad, y de otras clases. Un amor intenso es lo que siente Raúl por su hermano gemelo Valentín, amor fraternal, protectivo, aunque sucio por la culpa; Raúl, una especie de Caín amargado, se siente impelido a devolver a su hermano lo que la vida le dio de más: Valentín es un Abel con la edad mental de un adolescente, un niño grande enamorado con toda su alma de Milena, una prostituta colombiana que ha conocido en el club de alterne en donde hace pizzas, chapuzas y recados. Raúl, policía de profesión, vuelve a Barcelona con suspensión cautelar de empleo y sueldo, y un expediente abierto; el exceso de bilis y su carácter violento le han jugado algunas malas pasadas.

De regreso a casa, que no al hogar, intenta alejar a su hermano de Milena; la chica, según Raúl entiende las cosas, sólo quiere aprovecharse de él, y no ve que ella quiere a Valentín porque no la juzga y la respeta, y comprensión y respeto son bienes escasos en nuestros días. Intentando proteger al hermano, Raúl provocará el desastre… En Canciones de amor en Lolita's Club, Juan Marsé se fija de nuevo en esa masa humana, mano de obra, carne de cañón, que sirve de humus para que crezca fuerte y sana la arboleda de por encima. Hay un retrato realista de ambientes degradados en los que, empero, nunca faltan esos brotes de humanidad que dignifican a sus criaturas; de hecho, Marsé se muestra mucho más comprensivo con los bienaventurados que están abajo, y que más bajo no pueden caer, que con las bajezas de esos pocos personajes pudientes, comparsas en esta historia. El escritor barcelonés es fiel a su imaginería y a su ideario, y esto merece un aplauso, aunque Canciones de amor en Lolita's Club tenga su punto previsible y, en algún pasaje, acabe cediendo a lo facilón: véase el capítulo donde critica la telebasura, chirriante, obvio a más no poder. Un novelista con su experiencia no debería permitirse semejantes yerros.

Pasión y sexo son también temas recurrentes en la filmografía de Vicente Aranda. La adaptación de esta novela era, de alguna manera, predecible; inevitable casi. Entre Marsé y Aranda corren ríos de simpatía, una misma educación sentimental, afinidades electivas e intereses comunes, una mirada similar. Ahí están para confirmarlo las cuatro películas que el segundo ha realizado a partir de libros del primero -de Aranda son también las versiones cinematográficas de Si te dicen que caí (1973), La muchacha de las bragas de oro (1978) y El amante bilingüe (1991)-. La fidelidad al texto se daba por descontada. El cineasta, al igual que el escritor, cree en la capacidad redentora del amor: el autodestructivo Raúl pasará por un complejo proceso de purificación al "heredar" el objeto de devoción de Valentín cuando éste muere… En Aranda, como en Marsé, el Amor con mayúscula es Arrebato también con mayúscula, luz de mi vida, sí, y fuego de mis entrañas, algo intensamente físico, una llamarada irracional. Lo malo es que Aranda no habla de esa embriaguez de los sentidos desde la contención -un contraste muy estimulante-, sino a través de una representación funcional que baja la temperatura de la propuesta.

Para darle agilidad al film, Vicente Aranda elimina distintas subtramas del libro, así como varios personajes, aunque mantiene otros que no alcanzan un peso específico. Entre las variaciones, la más llamativa -ésa es la palabra, llamativa- es sin duda la reforma sufrida por el teatro de la acción, el Lolita's Club. En la novela entramos en un puticlub de mala muerte en la periferia barcelonesa, con siete prostitutas viviendo casi en familia; en la película se trata de un burdel de cinco estrellas con circuito cerrado de televisión y medio centenar de meretrices de alto postín, sanas, lustrosas, invitadoras. Si a Marsé le interesaba el retrato social, Aranda se ha decantado por el espectáculo (y es que el lujo vende más que la miseria). Esta decisión tiene sus consecuencias: Juan Marsé denunciaba una realidad; Vicente Aranda participa de ella.

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