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Marga Gil Roësset, arte interrumpido

  • La escultora, nacida hace 110 años, levantó en poco tiempo una obra de aires transgresores y nuevos antes de dispararse en la sien con un revólver por amor al poeta Juan Ramón Jiménez

Margarita Gil Roësset fue una mujer de pelo castaño, ojos profundos y la cabeza poblada de ideas extraordinarias que le otorgaban ese punto abisal que tienen las rarezas verdaderas. Nació en marzo de 1908, hace ahora 110 años, en Las Rozas, un día que soplaba en un Madrid con carnavales ese aire de nieve demasiado loco que invita a dejar vacías las calles. La niña se plantó en el mundo con el gas muy corto, dijeron los médicos, pero su madre se pasó con ella meses en brazos, como queriéndole asestar un soplo nuevo. De aquel cálido nido, la pequeña salió adelante con una salud que no traía de fábrica, dispuesta al balanceo de un hogar ilustre y refinado.

Todo en aquella casa fue, según cuentan, lumbre de felicidad. Marga creció en un bautismo de música y pinceles, hija de un general de ingenieros y de una mujer única que decidieron hacer de la muchacha una alforja de virtudes. A cambio de un poema o una pintura, una onza de chocolate. La chica viaja, asiste a conciertos, habla idiomas y pone con doce años dibujos al cuento El niño de oro de su hermana Consuelo, algo mayor que ella. "Son ilustraciones de una encantadora modernidad en que aparecen hermanadas, sin violencia, propensiones prerrafaelistas y reminiscencias visibles de aguafuertes goyescas", recoge La Correspondencia de España el 24 de enero de 1921.

Pero pronto Marga empieza a despuntar por el lado de la escultura con algo de trote nuevo. La familia trata de aterrizar ese vuelo en el taller de Victorio Macho, pero sus ráfagas de genialidad no admiten anclajes. En 1929 remata la pieza Maternidad. Al año siguiente, se presenta con Adán y Eva en la Exposición Nacional de Bellas Artes, donde despierta la atención. "Yo intento siempre operar sobre mis esculturas de dentro afuera. Es decir, trato de esculpir más las ideas que las personas. Mis trabajos, en cuanto a la forma, podrán no ser muy clásicos, pero, por lo menos, llevan el esfuerzo de querer manifestar su interior", confiesa la escultora al semanario Crónica.

En gacetas y otras hojas volanderas empieza a aparecer su nombre junto a palabras de asombro. "¿Cuál de sus obras le gusta más?", le preguntan en el verano de 1930. "Las que pienso hacer", responde. "¿Viajes?", vuelven a disparar. "Conozco casi toda Europa, y hablo francés, alemán e inglés". "¿Piensa usted casarse?", rematan. "Creo que no. No creo en el amor simultáneo de dos corazones. Yo, por ejemplo, puedo enamorarme de un hombre, sencillamente, porque me gusta, pero me parece difícil que él, al mismo tiempo, se enamore de mí, completando así el amor. Me parece que hay siempre un sacrificado", dice Marga, casi a modo de premonición.

Porque a la joven artista le van a saltar por dentro todos los fusibles al conocer a Juan Ramón Jiménez, enclavijado ya, al galope de sus 51 años, como el jefe de expedición de la poesía española. A comienzos de 1932, en el intermedio de una cita musical -quizás un concierto, quizás un recital de ópera-, ella es presentada al poeta y a su esposa, Zenobia Camprubí, a quien Marga Gil Roësset admira por su traducción de los versos del poeta bengalí Rabindranath Tagore. A ella le hará un busto, una de las pocas obras conservadas de toda la producción de Gil Roësset, que es una lección en piedra de bondad lírica.

Pero aquella muchacha va poco a poco descompensada de amor, descuidando a la velocidad de un sueño imposible la cordura de su trabajo. Deja de comer. Desbanca los horarios. Irrumpe en el desvelo. Bordea la locura. Esculpe, cuando los demonios de su rebelión se lo permiten. Escribe. Dibuja. Toma fotografías de sus esculturas. Lo que comienza como un gozoso tormento va adquiriendo la contundencia desamparada de una travesía por el desierto. Por su parte, el poeta no atiende a las notas y los dibujos que Marga le envía, que apenas cifra como un juego de juventud sin aristas: "Amor mío/ ¡Juan Ramón!/ siento que la muerte/ no te da sensación/ de vértigo".

Pero, al cabo de pocos meses, a Marga se le acaba la cuerda. No está preparada para soportar más desvelos por el amor de alguien que nunca sería. Dedica sus últimos días a destruir su obra. Destroza esculturas y fotografías, quema dibujos, rompe poemas. Prepara una carta de despedida a sus padres, otra a su hermana y una más a Zenobia Camprubí. A Juan Ramón le deja un sobre con 68 páginas a modo de diario de sus últimos días con una advertencia: "No lo leas ahora". Ese 28 de julio de 1932 toma un taxi hacia una residencia familiar, pide la llave a la guardesa y se dispara en la sien con un revólver. Tiene sólo 24 años y su vida acaba con un repentino fundido en negro.

Se sabe que Juan Ramón Jiménez conservó siempre aquellas páginas dentro de una carpeta amarilla, junto a recortes y fotografías, con una inscripción autógrafa, "Lo de Marga". Todo ese material, arrasado en el asalto a la casa del poeta en la Guerra Civil, desembocó tras muchos avatares en el libro Marga (Fundación José Manuel Lara, 2015), que sumaba los textos que Zenobia Camprubí dedicó a la joven. Por su parte, Ana Serrano presentó en la primavera de 2000 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la primera antológica de su obra. Aquella exposición, titulada Marga Gil Roësset, llegó a reunir un centenar de dibujos y una veintena de esculturas.

Con todo, su rastro más importante lo dejó Juan Ramón en Españoles de tres mundos, donde le dedicó un hermoso texto donde daba cuenta de lo que ella supuso de gracia y revelación: "Si pensaste al morir que ibas a ser bien recordada, no te equivocaste, Marga. Acaso te recordaremos pocos, pero nuestro recuerdo te será fiel y firme. No te olvidaremos, no te olvidaré nunca. Que hayas encontrado bajo la tierra el descanso y el sueño, el gusto que no encontraste sobre la tierra. Descansa en paz, en la paz que no supimos darte, Marga bien querida". El poeta siempre tuvo en la mesilla de su escritorio una pequeña foto de la joven escultora, enmarcada.

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