Actual

La Plaza de España, una del Oeste

  • La editorial Traspiés acaba de publicar una muy atractiva novela gráfica, 'Un disparo en el desierto' (colección Vagamundos), que recupera la épica del western

La pasión por el western entre los de mi generación tiene un porqué muy sencillo. De pequeños, el western se inmiscuía en todo cuanto hacíamos para distraer el tiempo libre. El western estaba en los tebeos manoseados que nos intercambiábamos la chiquillería allá en el pueblo --el sheriff King primero, el teniente Blueberry después- y estaba en las primeras novelas que leímos: Keith Luger, Silver Kane, Marcial Lafuente Estefanía, etc. El western reinaba en televisión en forma de películas de sobremesa y series vespertinas, se mantenía tenazmente en la cartelera, y formaba parte de nuestros juegos. De niños todavía jugábamos a indios y vaqueros; una mano con el índice tieso hacía las veces de un Colt 45 (las balas no se agotaban nunca) y un palitroque cualquiera se convertía en una lanza mortal. (Recuerdo que un compañero de juegos a punto estuvo de vaciarme un ojo). El generó sufrió una grave crisis en la década de 1980: en las salas de cine, la épica galáctica sustituyó la épica del jinete solitario; y en los kioscos, las novelas y los tebeos de antaño desaparecieron sin dejar rastro. El western resistió en televisión, que seguía emitiendo los grandes títulos de John Ford, Anthony Mann o Howard Hawks en horarios de máxima audiencia. Luego pasaron a las tantas de la madrugada antes de ser erradicados de la programación.

Aunque muchos lo han dado por muerto, el western se resiste a sucumbir. Nunca recuperará el esplendor de los viejos buenos tiempos, pero las tres artes narrativas por excelencia -el cine, la novela, el cómic- continúan ofreciendo de tarde en tarde obras estimables, concebidas desde un amor incondicional por el género, que el buen aficionado valora como se debe. Así ha sido concebida Un disparo en el desierto (Traspiés, 2017), una novela gráfica con guión de José Carlos García y dibujos de Adrián Manuel García. Los autores entran en los vastos territorios del Viejo Oeste como el creyente entra en los grandes templos de la fe, muy conscientes del significado de cada uno de los elementos empleados en la construcción. En la contraportada, Un disparo en el desierto se anuncia como un homenaje a grandes maestros como Sergio Leone, Clint Eastwood y… Quentin Tarantino. Personalmente, me niego a reconocerle el rango de maestro a Tarantino, no así a Clint Eastwood o Sergio Leone, un cineasta cuya obra se está aquilatando con el tiempo. La influencia de este último es manifiesta; en un par de viñetas el lector alerta distinguirá sendos planos de El bueno, el feo y el malo (1966). No obstante, las deudas contraídas por Adrián Manuel García no se agotan en el western: por su uso de un contrastado blanco y negro y por el recurso a unas pinceladas de rojo para manchar de sangre la viñeta, este artista ha tenido también presente a Frank Miller y su Sin City… Y también a Alex Maleev, Marcelo Frusin y Eduardo Risso, según me ha confesado él mismo.

Un disparo en el desierto es un relato circular que empieza por el final -un desafío, una declaración de intenciones- para mostrarnos la insensatez de todo acto de venganza. En abril de 1886, un carretero hace un macabro descubrimiento en mitad del desierto: el cadáver mondo y lirondo de un hombre enterrado hasta el cuello. De la arena sobresalen únicamente la cabeza y la mano izquierda. A su lado, un revólver con el cargador vacío. ¿Quién es este infeliz? La historia remonta el turbión del tiempo para rememorar cómo nació el odio visceral entre un cazador de recompensas de nombre Richard Brown y un bandido ambidiestro, Shane Wallace, apodado La Parca. (El nombre, no el hombre, hace pensar en el pistolero silencioso de Raíces profundas, 1953). Una noche, lo que tenía que haber sido una partida de póquer más se trastoca en humillación para Brown: Wallace le roba el dinero y el caballo, da caza al forajido que él andaba buscando y lo deja tirado en mitad de un saloon, con tres balazos en el cuerpo. Incluso el lector menos curtido sabe que el cazarrecompensas saldrá de ésta; lo que no adivina son los derroteros que tomará la venganza. El desenlace plantea una situación que estoy seguro que a Quentin Tarantino no le importaría incluir en una película de las suyas.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios