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PeckinpahGeniales, tozudos y malditosCoppola

Si un émulo de Plutarco, hoy, se decidiera a escribir unas nuevas Vidas paralelas en el imperio de lo audiovisual, no le resultaría difícil establecer otras equivalencias entre Sam Peckinpah y Francis Ford Coppola además de la genialidad, la tozudez y el malditismo que hemos destacado en el título. Los puntos de confluencia entre ambos se multiplican e intensifican si, como ha sido mi caso, se leen con distancia de pocos días las monografías que la editorial T&B ha publicado sobre estos cineastas, a saber: Sam Peckinpah. Vida salvaje de Garner Simmons y Coppola de Ángel Comas, dos acercamientos notables a dos de las miradas más singulares aparecidas en el cine norteamericano de los años 60.

A pesar de la coincidencia en el tiempo de su debut, Peckinpah y Coppola pertenecen a generaciones diversas, lo que hace las analogías más estimulantes. Sam Peckinpah, por temas e idiosincrasia, sería un exponente tardío de la llamada Generación de la violencia (en donde se incluyen Nicholas Ray, Samuel Fuller o Robert Aldrich), mientras Coppola, a pesar de dirigir su primer largometraje sólo dos años después de Peckinpah, debe colocarse entre los integrantes de la Generación de los 70 (junto a Martin Scorsese, Brian De Palma o Steven Spielberg). Azares generacionales aparte, nos encontramos con que Peckinpah y Coppola entraron en el mundillo como ayudantes de dirección y, aún más importante, como guionistas. Un cine predominantemente narrativo como el estadounidense solía basarse (actualmente las cosas han cambiado... para peor) en un guión sólido, y de

sus

comienzos les quedó el aprecio por un buen libreto como el mejor medio para llevar a buen puerto cualquier película. Luego, durante el rodaje, el guión se traicionará todo lo que haga falta, pero no hay mejor cimiento que éste.

Peckinpah y Coppola comparten, asimismo, la condición de enfants terribles del sistema. Muy seguros de su talento (del que hay sobradas muestras en su filmografía), uno y otro acumulan en sus respectivas trayectorias una serie de desencuentros con la industria y realizaciones que vieron hincharse el presupuesto hasta llevar a los contables hollywoodienses al borde de un ataque de nervios. Sam Peckinpah contribuyó al naufragio de Mayor Dundee (1964), un western muy prometedor, con una serie de decisiones volubles y nada prácticas, como elegir, para una misma escena, dos localizaciones situadas a 160 km. de distancia la una de la otra, lo que suponía el traslado del equipo, con el previsible aumento de costes y pérdida de tiempo, para rodar un simple plano. Esto acabó por pasarle la factura al cineasta; según las declaraciones recogidas por Simmons en su libro, Peckinpah reconoció que tras esta experiencia: "Estuve a punto de estar en bancarrota, porque me había convertido en un apestado para la industria. Por ser un rebelde y un gilipollas. La cosa estuvo bastante jodida durante más de dos años".

Coppola, por su parte, cuenta en su currículum con uno de los rodajes más accidentados de la Historia del Cine, el de Apocalypse Now (1979), aunque en este caso la culpa no fuera toda suya. Según los datos manejados por Ángel Comas, los 90 días de filmación y los 12 millones de dólares de presupuesto de Apocalypse Now se convirtieron en 238 días y 31 millones a causa de una larga serie de adversidades. Un calvario. Por suerte, la película gozó de un éxito arrollador en todo el mundo. La siguiente empresa de Coppola no tuvo tanta suerte. Corazonada (1982), un hermosísimo film a redescubrir, costó 26 millones de dólares y apenas consiguió recaudar uno en el mercado estadounidense, y el desastre financiero hipotecó el devenir profesional de Coppola durante años. Por mucho menos, otros han desaparecido del mapa, pero el italoamericano siguió dale que te pego, subiéndose al carro del éxito con la misma celeridad con que se daba nuevos batacazos, sumando triunfos (el de Rebeldes, 1983) a fiascos (el de La ley de la calle, 1983) en la misma añada y con un desparpajo desarmante. Sólo el superéxito de Drácula (1992) le permitiría hacer borrón y cuenta nueva en su vida.

Muy posiblemente, lo que los convirtió en bestias negras y niños mimados de la industria, fue lo que los hizo singulares (no iguales, pero semejantes entre sí). Me refiero a un afán de perfeccionismo que sólo puede degenerar en una insatisfacción compulsiva. Cuando hablamos de gente como Peckinpah o Coppola, lo hacemos de cineastas que apuestan por un arte apasionado, arriesgado y auténtico. Una colaboradora de Peckinpah decía que cuando alguien del equipo de vestuario le traía un sombrero, éste le espetaba: "Llévatelo y salta encima de él, vomita encima de él y méate encima de él, y entonces me lo vuelves a traer". Posiblemente exagerara, pero la anécdota describe bien la naturaleza visceral de su cine. Sólo con semejante actitud pueden firmarse obras rotundas, vibrantes como Grupo salvaje (1969), sin duda, uno de los mejores westerns de todos los tiempos. El descontento que decíamos se tradujo en una mordaz autocrítica. Sam Peckinpah dijo de sí: "Sólo soy una puta. Voy a donde me mandan". Coppola, en cambio, confesaba sin recato: "Mucha gente ha criticado mis películas, pero nadie ha detectado el problema real: soy un cineasta chapucero".

La lectura de estos dos libros ilumina la vida y la obra de dos creadores sobresalientes, pero plantea una difícil cuestión al cinéfilo: ¿Quién representa hoy en Hollywood -entiéndase: el cine norteamericano- a esta casta de realizadores seguros de sí mismos hasta la exasperación, superlativos y tenaces, hermosos y malditos? Me vienen a mientes el nombre de David Cronenberg, el de Paul Verhoeven, el de David Lynchý ¡Lástima! No hay muchos más.

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