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El Sorolla más universal

No es, ni mucho menos, la mejor pintura de Joaquín Sorolla; pero sí estamos ante una exposición con muchos aspectos destacables que la hacen portadora del mayor de los intereses. Se trata de una muestra que patrocinada por Bancaja trae a España por unos meses las obras que Sorolla pintó para la Hispanic Society of America de Nueva York. Una serie avalada por una historia curiosa y que el haber llegado hasta España, casi un siglo después de que el pintor valenciano la realizara y se montara en su sede definitiva de la capital neoyorquina, es todo un éxito de los organizadores y toda una posibilidad para el gran público - principalmente de Sevilla, de Málaga, de Valencia, de Bilbao- que tendrán la oportunidad de verla en esas ciudades y que podrá contemplar una obra única fuera del lugar definitivo en el que se encuentra de manera permanente.

La obra expuesta en el Museo sevillano -iglesia y sacristía del antiguo convento de la Merced-, en el mismo lugar donde habitualmente cuelgan los magníficos lienzos de Zurbarán y Murillo, principalmente, nos conduce por un Sorolla, artista total, en los últimos momentos de su vida -murió poco después de acabar la serie, muchos dicen que a consecuencia del ímprobo esfuerzo realizado-, que ejecuta una obra de encargo y que nos deja constancia de sus especialísimas formas y de una capacidad máxima por aprehender la fisonomía de los lugares representados, así como de las características de los habitantes de esos lugares.

La serie, titulada Una visión de España, fue encargada por el hispanista americano sir Archer Milton Huntintong para ocupar la Biblioteca de la Hispanic Society of America en el barrio neoyorquino de Washington Hide. Allí, junto a obras de los principales artistas españoles, muy cerca de donde existe una de las bibliotecas dedicadas a la literatura española más importante del mundo -con primeras ediciones de El Quijote, Tirant lo Blanc o La Celestina- se exponen los catorce murales de que consta la serie y que nos ofrecen la particular visión sorollesca de una España que el artista sabe captar y ofrecer sus imágenes más típicas, sin caer excesivamente en ese fácil folklorismo que tanta expectación e interés levantó en nuestros visitantes extranjeros desde el siglo XIX.

Así nos encontramos a un Soralla fácil, dominador de las luces y de las gamas cromáticas, junto a un ejecutor sublime, maestro de la pincelada expresionista, poderoso manipulador de los espacios, sabio captor de las expresiones y máximo artista en la estructuración de un paisaje y de unos personajes que distribuye en una sabia escenografía donde todo queda supeditado a la emoción suprema de las marcas exactas de un pintor capaz de cualquier cosa. La exposición que se presenta en el Museo de Bellas Artes sevillano ha constituido todo un éxito de público y ha servido para encontrarnos con un Joaquín Sorolla cercano, popular y que, desde ahora, va a ser más ídolo de masas. Es una exposición con un interés extremo por venir de donde viene, por constituir una oportunidad única de verla fuera de su sitio habitual y porque, no cabe la menor duda, tiene muchos atractivos. Yo me quedo, sin embargo, con otro Sorolla.

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