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Stanley Kubrick, exigencia y excelencia

  • En el décimo aniversario de su muerte, la editorial T&B ha publicado la biografía que Baxter escribió sobre uno de los cineastas más carismáticos del siglo XX

El 7 de marzo de 1999, Stanley Kubrick moría de un ataque al corazón a la edad de setenta años. Moría, dentro de los mojones temporales del siglo XX, el cineasta que había fijado el inicio del siglo XXI -en 2001: Una odisea del espacio- como el momento en que el hombre daría un paso adelante en su evolución. Lamentablemente, no ha podido ser. Agotada la primera década de esta centuria, minada por el terrorismo internacional, las guerras preventivas y la crisis económica global, si estamos a punto de dar un paso en alguna dirección bien podría ser para hundirnos aún más en las arenas movedizas que nos circundan. Pero no estamos aquí para hablar de esto. Aquel invierno de 1999, que es a lo que vamos, moría un cineasta que ha escrito uno de los capítulos más brillantes de la Historia del Cine. La filmografía de Kubrick es tan breve como intensa: sólo trece largometrajes en cuarenta y seis años, pero media docena de ellos son obras capitales: Atraco perfecto, Espartaco, Lolita, 2001: Un odisea en el espacio, La naranja mecánica, Barry Lyndon

El pasado año se celebró el décimo aniversario de su muerte y el evento no pasó desapercibido a la cinefilia más atenta. En la revista Dirigido por…, Aurélien Le Genissel publicó un extenso artículo titulado Diez años sin Kubrick en el que se preguntaba quiénes, en la cartelera actual, han cogido el relevo del cineasta. La editorial T&B, por su parte, ha reeditado la estupenda biografía escrita por John Baxter, un libro que golpea la coraza impenetrable de Kubrick con ataques rotundos y certeros. Como en otras ocasiones, Baxter parte de una admiración sincera por el artista, pero no por el hombre, de quien hace un retrato tan puntilloso como poco agradecido. La de Kubrick sería la historia de un individuo que, una vez cumplido su sueño de ser director de cine, se entregó por entero a éste. ¿Y quién era ese individuo? Un joven serio, disciplinado, aunque mal estudiante, y muy aficionado al ajedrez y la fotografía -a los diecisiete años ya hacía reportajes para la revista Look- y un adulto poco o nada comunicativo, cultor de un sinfín de manías y fobias, que vivía exclusivamente para la película que tenía entre manos.

Al hacer realidad su sueño, la historia de Kubrick sería asimismo la de una defensa a ultranza de la libertad creativa. Aquel chico que empezó obsesionándose con todos los aspectos que hacen posible una película se convirtió en un profesional emperrado en controlar el proceso de principio a fin. Cuenta una famosa leyenda que, antes del estreno de La naranja mecánica, Kubrick habría obligado al dueño de un cine neoyorquino a pintar la sala para que la proyección se hiciera en condiciones óptimas; como era sábado y al empresario le resultaba difícil encontrar un pintor, el propio Kubrick se ocupó de conseguírselo. A pesar de estas manías, a pesar de estas fobias, el cineasta no perdió la lucidez. Kubrick conocía el mundillo y tenía una cosa clara: sólo podría mantener esa libertad en tanto el éxito lo acompañara. De hecho, alguna propuesta nació con las miras puestas en la taquilla. Tras el desastre económico de Barry Lyndon -su único fracaso, en realidad-, condescendió en subirse al carro de Stephen King, el escritor de moda entonces, aunque dice mucho a su favor que a King no le gustara lo más mínimo su versión de El resplandor.

La biografía de John Baxter recoge un apretado ramillete de declaraciones y anécdotas que ilustran ampliamente el carácter misántropo, manipulador y obsesivo del cineasta. A propósito del primer punto, podríamos recordar que Kubrick fue comparado al monolito de 2001: para colaboradores y conocidos (amigos tuvo pocos), él era una presencia tan fascinante como incómoda, tan misteriosa como hermética. Su faceta manipuladora podría comentarse con un episodio precisamente en torno a la gestación de 2001: Una odisea en el espacio: la Metro Goldwyn Mayer le impuso al compositor Alex North, aunque él quería utilizar piezas clásicas en la banda sonora. Kubrick aceptó, en apariencia. Le explicó a North qué tipo de música necesitaba y al entregarle el trabajo aún sugirió varios arreglos. El músico los tuvo en cuenta y un par de semanas después le devolvió la banda sonora revisada; Kubrick se mostró muy agradecido, se despidió de él… y jamás utilizó esa música. No le importó tenerlo trabajando inútilmente con tal de quitarlo de en medio… De su entrega obsesiva al filme daría cuenta otra leyenda: se cuenta que Kubrick se negó a detener el rodaje de La chaqueta metálica al saber de la muerte de su madre, ya anciana; tampoco lo hizo cuando, poco después, murió su padre. Son seguramente exageraciones, pero dan idea de la imagen que Kubrick alimentó.

Baxter privilegia el relato de los rodajes, de cómo surgió cada película, de cómo la pusieron en pie. En general, cualquier rodaje es de por sí complicado; se trata de orquestar y conciliar los intereses y las voluntades más diversas. Los de Kubrick, más que complejos, fueron morrocotudos, y las deserciones eran moneda corriente. El cineasta solía retrasarse meses, si no años, respecto a las previsiones iniciales, casi por sistema. Kubrick podía demorarse días en busca de la iluminación justa, o semanas ensayando con los actores determinada escena, cuando no repitiendo una toma tras otra hasta obtener el huidizo matiz que buscaba; el récord lo ostenta Tom Cruise, a quien obligó a repetir más de noventa veces un mismo plano para Eyes Wide Shut. Este perfeccionismo ha generado controversias que olvidan, las más de las veces, que esta exigencia respondía a una "búsqueda constante y casi obsesiva de la excelencia", según escribe Le Genissel en el artículo antes citado. Exigencia y excelencia son los dos sustantivos que mejor definen la filmografía de Kubrick.

El libro también hace recuento de sus proyectos frustrados. Nos habla de películas que acabaron en manos de otros, como la largamente anunciada A. I. (Inteligencia artificial), que heredó (y arruinó) Steven Spielberg, o de aquellas propuestas que al final no cuajaron, como la vida de Napoleón con Jack Nicholson en el papel protagonista. Entre estos empeños, seguramente ninguno hay tan "llamativo" como la abortada realización de la que debería haber sido la primera película pornográfica de gran presupuesto rodada en Hollywood, protagonizada por conocidos intérpretes, como Dios manda, y producida con todo lujo de medios por algún importante estudio. Llegó a tener título, Blue Movie, pero nunca pasó de la fase de ocurrencia. Eso sí, echó más leña al fuego (sagrado para unos, condenatorio para otros) donde arde este cineasta único.

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