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Tenorio, canalla y trotamundos

  • Con motivo del centenario del nacimiento de Errol Flynn, la editorial T&B acaba de editar su autobiografía, 'Aventuras de un vividor', memoria novelada o aventura desvergonzada del popular espadachín

En nuestra infancia, los mejores actores nunca fueron los intérpretes más dotados, sino los protagonistas de las historias más espectaculares. John Wayne era el héroe por antonomasia en el ancho paisaje del western, Charlton Heston no tenía par en la liza épica, mientras a Errol Flynn nadie le hacía sombra en las vestes de espadachín, pirata, soldado y otros tipos aventureros. Al crecer, los defenestramos a todos… para volver a reivindicarlos después, avergonzados por este imperdonable signo de debilidad. Puede que no fueran actores versátiles, pero Wayne, Heston o Flynn tenían un magnetismo que no a todos le es concedido. Puede que sólo vistieran papeles hechos a medida, pero en ellos lucían como en ninguno. Imposible imaginar a Ethan Edwards bajo unos rasgos distintos a los de Wayne o a Ben-Hur sin los de Heston. Errol Flynn seguirá siendo por siempre y jamás el mejor Robín de los bosques. Este 20 de junio, Flynn habría cumplido cien años; sin embargo, la suerte, pródiga al regalarle otros atributos, fue muy tacaña en el plazo vital concedido: el actor murió en 1959, a los cincuenta años.

Con la reedición de su mítica autobiografía, la editorial T&B ha ofrecido el mejor brindis que quepa imaginar. Aventuras de un vividor (que no fue su único libro) es una obra sorprendente, escrita con gracejo e insolencia proverbiales, quizás no sincera, pero sí auténtica. Flynn hila una sarta de episodios destinados a engordar su propia leyenda de tenorio, canalla y trotamundos, pero no enmascara la realidad; ésta se presenta con sus contrastes y aristas, con sus luces y sus sombras, no como un oasis inmaculado o un limbo desvinculado del torpe fluir del tiempo, sino como un camino a veces favorable, a veces trabajoso, que vale la pena recorrer. Flynn exhibe la misma socarronería con que ponía los brazos en jarras en la foresta de Sherwood, la misma templanza con que aferraba el timón en el castillo de popa de un barco de cartón piedra, la misma determinación con que se apartaba los faldones de la chaqueta para dejar al descubierto el revólver en uno cualquiera de aquellos westerns de ayer. Esta autobiografía, memoria novelada, aventura desvergonzada, alarde y finta, es quizás el único libro posible que podía salir de sus manos de espadachín.

Flynn nació en Tasmania en 1909, al sur de Australia, hijo de un eminente biólogo, siempre atareado, y de un ama de casa con el instinto maternal atrofiado. Nunca vio un hogar en la propia casa y desde pequeño dio rienda suelta a una independencia feroz, aderezada con una no menos impulsiva indisciplina; los estudios no iban con él, pero es que además tenía un don innato para ser expulsado del colegio. En su juventud se embarcó hacia Nueva Guinea. En la narración de esta estancia hay, sin duda, una buena ración de exageraciones y embustes (un betún indispensable para las botas del aventurero), pero bastaría con que la mitad fuera cierto para ser ya mucho. Flynn trabajó en una plantación, dice, buscó oro en las montañas, dice, traficó con esclavos y mató a un indígena, dice, en defensa propia. Se enriqueció y arruinó en Macao y fue soldado de fortuna en Shanghai. Conoció la cárcel en un par de ciudades y los burdeles de todas ellas. Un periplo al borde del abismo digno de Joseph Conrad narrado con la chispa tabernaria de Maruja Torres.

En Londres se dedicó al teatro, aceptó algún papel cinematográfico y lo descubrió un cazatalentos de Warner Brothers. Flynn estaría ligado a este estudio las dos décadas siguientes. Nada más llegar a Hollywood conoció al director Michael Curtiz, con quien haría doce películas. En la primera de ellas, The Case of the Curious Bride (1935), no debió memorizar ninguna frase. Hacía de cadáver. Estaba debajo de una sábana, alguien la apartaba, lo identificaba y volvía a cubrirlo. Flynn jamás perdía el buen humor: "Hay gente que dice que fue mi mejor papel", comenta en el libro. El éxito le esperaba a la vuelta de la esquina. Ese mismo año, gracias a la deserción de Robert Donat, le ofrecieron el papel que lo catapultaría al estrellato, el de El Capitán Blood (1935), un espectacular relato de piratas que ofrece a manos llenas cuanto, según Curtiz, debía tener una buena película: amor, sangre y vino. Olivia de Havilland hacía de su amada, un cometido que repetiría a menudo delante de las cámaras aunque, tras ellas, sería una de las pocas actrices en resistir sus envites.

El capitán Blood fue un éxito rotundo y Flynn, Curtiz y De Havilland se embarcaron en sucesivas producciones con idénticos ingredientes: grandes fastos, acción a raudales y unas gotas de melodrama. Ahí están La carga de la brigada ligera (1936), una apología del colonialismo británico, Robín de los bosques (1938), una festiva incursión en la leyenda del bandido honrado, o Camino de Santa Fe (1940), que tiene tanto de western como de película de aventuras. Sea como fuere, Hollywood no logró domesticar al actor; no de inmediato. Además de protagonizar un escándalo tras otro, Flynn halló tiempo para alguna escapada temeraria: estuvo en la Guerra Civil Española como corresponsal extranjero, dice, en el Madrid sitiado por las fuerzas franquistas, dice, y en su día corrió la noticia de que había muerto en combate. Curiosamente, cuando los Estados Unidos entraron en guerra, fue rechazado por problemas de salud y él tuvo que contentarse con vestir el uniforme yanqui en la pantalla. Esta espinita, por lo visto, nunca logró extraérsela.

Si en los 30, trabajó principalmente a las órdenes de Michael Curtiz, en los 40 lo haría a las de Raoul Walsh, un matasiete como él, tan pendenciero como él, que no obstante lograría extraer el máximo rendimiento de sus dotes interpretativas. Con Walsh cuajó una complicidad que no se había dado con Curtiz (De hecho, según Flynn, en su última película juntos a punto estuvo de estrangular a éste). El primer film con Walsh, Murieron con las botas puestas (1941), es una obra tendenciosa desde el punto de vista histórico, pero admirable como artefacto narrativo; Flynn incorpora a un impetuoso y romántico general Custer y Olivia de Havilland a su sufrida esposa, mientras el western se adentra en el territorio de la épica (Eso dijo Borges del western, que era la épica del siglo XX). A ésta seguirían otras perlas como Gentleman Jim (1942), una vigorosa biografía del púgil Jim Corbett, Objetivo: Birmania (1945), una extraordinaria aportación al género de hazañas bélicas, o Río de Plata (1948), un western que estaría bien redescubrir.

La estrella de Flynn se apagó en la década siguiente. La Warner rescindió su contrato y se vio obligado a buscar ofertas por su cuenta; hasta entonces, se había limitado a aceptar cuantas le ofrecía dicho estudio. Se vino a Europa tras la estela de otras glorias en decadencia, y se dedicó a repetir los papeles de siempre, sin el brío ni la apostura de antaño. Los excesos con el alcohol y las drogas no tardaron en pasarle factura; su físico fue abotargándose, la sonrisa se le agrisó, perdió quilates. Flynn no se dio cuenta o no quiso darse cuenta. Con cincuenta años recién cumplidos, escribía en Aventuras de un vividor: "Asoma el segundo medio siglo, pero yo no siento que la noche se avecine". Pero se avecinaba, y a qué velocidad; le cayó encima el 14 de octubre de 1959, en forma de infarto. Ahora, Errol Flynn vive en medio centenar de películas, muchas de ellas magníficas. También en algún buen libro. Basta abrir las páginas de éste para escuchar una carcajada burlona y al autor diciéndote: "Pasa, hombre, pasa, ¿te vas a quedar ahí?".

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