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A 50 años de 'Con la muerte en los talones'

Falso culpable, rubia gélida, 'macguffin', humor, amor, acción y, por supuesto, suspense se reúnen en Con la muerte en los talones, una auténtica fiesta de síntesis diseñada por Alfred Hitchcock que culminó en una legendaria persecución entre los cuatro presidentes del monte Rushmore.

Rodada entre dos de sus películas más graves -Vértigo y Psicosis- y estrenada el 17 de julio de 1959, el divertimento de Con la muerte en los talones tuvo una gestación que fue en sí misma un enredo digno del propio Hitchcock.

Reunido con el guionista Ernest Lehman, el director británico volvía a las órdenes de la Metro Goldwyn Meyer para adaptar una novela titulada The wreck of the Marie Deare.

Lehman y 'Hitch' congeniaron entre sí, pero no tanto con la historia, por lo que decidieron escribir un guión completamente diferente y original. "¿Qué le diremos a la Metro?", preguntó el guionista. "No se lo diremos", respondió el director de Rebeca (1940).

Las 65 primeras páginas de ese guión fueron tan brillantes que el estudio ofreció un presupuesto inicial de 3 millones de dólares de la época, una señal de confianza teniendo en cuenta que Vértigo, un año antes, había sido un batacazo comercial.

"Cuando escribes un guión para Hitchcock no escribes tu guión. Escribes como si tú fueras Hitchcock", explicaba Lehman. Y así no dejó clave del maestro fuera de 'su' historia, para la que el cineasta sólo exigía un requisito: que incluyera una persecución en los rostros presidenciales del monte Rushmore.

Hitchcock sintetizó ante el guionista: "No estamos haciendo una película, Ernie. Estamos haciendo un órgano como el de los teatros. Tocas un acorde y la audiencia se reirá. Tocas otro y se asombrarán".

Acorde número uno: un 'macguffin' -detonante casual del argumento- con nombre y apellidos. George Kaplan era el inexistente agente de la CIA con el que es confundido un ejecutivo publicitario que acumula dos divorcios por llevar una vida "demasiado aburrida". En pocos días estará corriendo bajo una avioneta fumigadora en otra escena para la eternidad. Para encarnar a este héroe por accidente, Hitchcock recurrió, por cuarta y última vez, a Cary Grant, que con 55 años aportaba todavía elegancia y humor sofisticado a la cinta.

Acorde número dos: la rubia hitchcockiana. Todavía 'viudo' por la marcha de Grace Kelly a sus labores como princesa de Mónaco, el director extrajo de la cándida Eva Marie Saint una interpretación volcánica como la ambigua Eve Kendall, la mujer que decía "nunca hablo de amor con el estómago vacío", cuando en sus labios podía leerse "nunca hago el amor con el estómago vacío". Una vez más, Hitchcock jugaba al gato y el ratón con la censura.

Acorde número tres: el cóctel de géneros. El mago del suspense enriquecía la tensión de ese "pastel de vida" que para él era el cine con ingredientes de platos más dulces que el thriller.

Con la muerte en los talones contiene grandes dosis de alta comedia, enredo romántico -"podrías llevar a un hombre a la ruina sin proponértelo, así que deja de proponértelo", le dice Grant a Saint- y acción frenética por la geografía estadounidense: de Nueva York a Chicago y de ahí a Dakota del Sur.

Además, algunas variaciones del maestro bien reconocibles: una policía que deja desamparado al ciudadano por su ineptitud, la figura de la madre -esta vez más cómica que terrorífica- y un villano con doble lectura: un fantástico James Mason con un secuaz de tendencias homosexuales, interpretado por Martin Landau.

Como hilo melódico, además, una banda sonora de Bernard Herrman, que alcanzaría su culminación un año más tarde con los violines rasgados de Psicosis (1960) y que compactaba, intensificaba y abrillantaba el perfecto mecanismo de entretenimiento tejido por Hitchcock y Lehman.

Para terminar, por supuesto, la batuta de un orondo director de orquesta que supo crear suspense en un ambiente anti-clímax como el desierto de California, rodó clandestinamente desde una camioneta de venta de moquetas en la sede de la ONU y cerró una de sus películas favoritas con la metáfora fálica de un tren "penetrando" un túnel. Final feliz, siempre según Hitchcock.

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