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Quien calla otorga

Cuando Laurie Anderson te mira a los ojos de esa forma desafiante y plena, algo irónica, con que lo hace, te magnetiza. Pronto cumplirá 61 y su propuesta actual, apropiadamente titulada Homeland, no dista demasiado de anteriores aventuras electrónico-poéticas. Sus espectáculos son sencillos y sofisticados; su música desnuda y compleja, y su mensaje puede ser igualmente anodino y demoledor. Es parte de su atractivo y el secreto de su capacidad de convocatoria, que hizo que la última de las actuaciones programadas por las XIX Jornadas de Música Contemporánea de Granada que se celebran en el Teatro Alhambra colgara por fin el cartel de no hay billetes, algo que no ha llegado a ocurrir con ninguna de las anteriores propuestas.

Debe ser ese poder hipnótico el que ha colocado a Laurie Anderson por encima de cualquier otra artista de vanguardia en cuanto a popularidad, más bien como una figura pop después de aquel lejano e inesperado éxito que supuso O Superman en los 80. Sin perder su apego al mundo de la performance, la danza y los proyectos de fuerte impacto visual, ni renunciar a sus ambiciones multimedia, ni a su querencia por las innovaciones tecnológicas, la piedra angular de su trabajo sigue estando en un espacio incierto que gira en torno al lenguaje, a la palabra y a su tratamiento electrónico. Puro spoken word.

Así, caracterizada como una especie de payaso Carablanca sin contrapunto, plantea un paseo por la América del presente, por sus miedos y sus contradicciones, sus glorias y sus miserias, sus hallazgos y sus cadáveres en el armario. Y resulta a veces lírica y a veces transgresora y activista. Desde una posición siempre crítica, por momentos ingeniosa y por momentos de una ingenuidad tal vez fingida, Anderson bucea a pulmón entre las obsesiones colectivas post-11-S de los americanos. El miedo y la libertad, el orgullo y la vergüenza.

Acompañada por dos de sus inseparables -Skuli Sverrisson y su bajo minimizado pero de constante presencia y los teclados vaporosos de Peter Scherer- más la viola de Eyvind Kang, planteó un concierto sobrio, de aire frío y sintético, sin estridencias ni altibajos. Aplicó diversos filtros vocales para transmutarse en pájaros cantores o en políticos en campaña. Y con la dosis justa de sarcasmo y humor, dejó sobre la mesa la necesidad de involucrarse, de rebelarse contra la mentira y la manipulación de manera activa. Porque el que calla otorga y consiente. Y ella no está dispuesta ni a una cosa ni a otra.

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