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El cura naranja

Al tímido Antonio Luque, alias Señor Chinarro, hay quien lo tiene por un tipo altivo, cuando en realidad lo que le gusta es dedicarse a estar ausente. Así es la gente. Y es verdad que en ocasiones cierta tendencia a la introspección y su solipsismo no ayudan a que el sector más reacio conecte con su canto indolente. Por eso, anunciada su actuación en formato acústico, con el único acompañamiento de una solitaria guitarra de madera y los arreglos del violonchelo de Antonio González, muchos decidieron que no era la mejor opción para alegrar la noche del viernes acudir al Planta Baja a verlo en vísperas navideñas. Pero se equivocaron. Luque estuvo comunicativo, alegre y bromista. Como siempre socarrón y casi locuaz.

Como cuando se describió a sí mismo como un cura naranja debido al color de la camiseta que tenuemente asomaba bajo su camisa negra. Un ejemplo de su sencillo y surrealista ojo para enfocar la realidad. Y así consiguió completar un concierto más animado de lo que en el sevillano suele ser habitual. Y lo hizo a pesar de un añadido de última hora que apareció a modo de espontáneo. Fuera de cartel se presentaron como teloneros Tres Pequeños Placeres, siempre ávidos de presencia y de micrófono. Incluso en formato acústico su propuesta tiende a la épica y sus canciones se inclinan a jugar con unas intensidades que a la mayoría le resultan indigestas. Es decir, que se mueven en las antípodas del universo del Señor Chinarro. Tal vez por eso, no conectaron -por decirlo con suavidad- con un público que había acudido al olor de la poética de lo cotidiano que siempre imprime Luque a sus trabajos. Y así también se percibió como una colaboración extemporánea, y cercana al ridículo, la brevísima presencia del cantante Rojas sobre el escenario para rematar un estribillo cuando la actuación del Chinarro se acercaba al final y había alcanzado su clímax. Anécdotas aparte, Luque escogió unas cuantas de las excelentes canciones de su última entrega, el muy recomendable Ronroneando (Mushroom pillow, 2008), y las fue intercalando sin estridencias con otras ya clásicas de las de sus trabajos anteriores. De este modo fueron cayendo El Cabo de Trafalgar, Esplendor en la hierba, El viejo Oeste, El cuadro, Los ángeles, Gitana, Pico Veleta, Cero en gimnasia, G. G. Penninstone y Del montón, y se mostró vulnerable con El alfabeto Morse, irónico en San Antonio, críptico en La cruz verde, ocurrente en La resistencia, o sensible en El Gran Poder. Y siempre genial.

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