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Una historia, un ejemplo

JUAN Gelman lo hemos tenido varias veces, huésped de nuestras calles, bajo el cielo desatento de Granada. Gelman estuvo leyéndonos unos poemas en la Facultad de Filosofía y Letras hace unos años y, más recientemente, en la Huerta de San Vicente con motivo del Festival Internacional de Poesía. Por cierto, el argentino quedó finalista en la primera convocatoria de dicho premio -llegó, según parece, pisándole los talones a Ángel González- y su nombre no ha dejado de aparecer en las sucesivas quinielas. Nadie descarta que lo reciba en un futuro pero desde ayer, y ya para siempre, Cervantes le ha ganado la mano a García Lorca, a través de los premios que llevan sus respectivos nombres, y Gelman ahora está incluido en la insigne nómina del Nobel de las letras en español, en donde nunca estarán todos lo que son, qué se le va a hacer, sino los que la diosa Fortuna dispondrá.

En estas ocasiones, tan importante como lo que el premio da al premiado, importa lo que éste aporta al Cervantes. El argentino contribuye con una obra poética de primer orden y una historia personal que son un dechado de compromiso a favor de su tiempo, de su sociedad, de las gentes, y en contra de cuanto puede volverse una trampa para el individuo y la libertad. No lo digo yo, sino los que lo han aplaudido antes que yo: la literatura de Gelman, hoy, es un modelo de empeño social y realismo crítico; en su quehacer, la poesía se arrima (y enriquece) a la política, y ésta a aquélla. Viniendo de donde viene, con una historia como la que lleva sobre sus espaldas, a nadie debiera sorprenderle su trayectoria o su ejemplo.

Gelman vio caer sobre Argentina el telón de terciopelo, ennegrecido de roña y grasiento, de la dictadura militar. Consiguió escapar, pero sólo a medias; en el exilio supo que su hijo, que no tuvo tanta suerte, había dejado un cadáver joven en alguno de esos garajes en donde el volumen de las radios se ponía al máximo para que la música o las retrasmisiones deportivas acallaran el escándalo del odio y el eco de las torturas; el hijo de Gelman, a su vez, dejó una viuda de diecinueve años, embarazada, que también pasó por el viacrucis de las Juntas Militares y que en algún momento también acabó muriéndose, aunque su cuerpo nunca fuera recuperado; la hija de ambos fue entregada a un policía uruguayo que la cuidó como suya. El final de tamaña tragedia tiene un sabor agridulce, pues el poeta consiguió finalmente dar con el paradero de su nieta y, si no otra cosa, pudo decirle quiénes fueron sus padres y apretarla muy fuerte entre sus brazos y derramar ese montón de lágrimas que seguramente pujaban por salir desde hacía décadas. ¿Quién puede extrañarse que el dolor o la muerte sean, como la de los cipreses, sombras alargadas en sus versos?

Por desgracia, no fueron las únicas condenas que han pesado sobre su persona. La Triple A decidió que Gelman no estaba a la altura de lo que esperaba de él la "Patria" (ese ente que comparte raíz con la palabra "Patraña") y puso precio a su cabeza. El camino del exiliado lo llevó de Argentina a Italia, pasando luego por Francia, hasta recalar en México, dejando un reguero de libros que, desde Violín y otras cuestiones (1956) hasta Ni el flaco perdón de Dios (1997), han ido enseñando a los lectores que le toca al hombre llorar al hombre y "en esta noche oscura del alma" -es conocida su devoción por san Juan de la Cruz- todos deben hacer lo imposible por dejar "la casa sosegada". Uno puede vivir sin vivir en sí, pero debe hacerlo, sin remedio, en su tiempo, en su sociedad, entre sus iguales, tratándolos como tales. En fin, el premio Cervantes, y cuantos ha recibido con anterioridad, apenas pagan la notable deuda contraída por la ciudadanía con un intelectual de su talla.

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