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El intelectual sin equipajeManuel AzañaEl exilioReflexiones políticasCompromiso con su tiempoLa libertad

  • La Fundación Francisco Ayala publica una extensa entrevista del escritor granadino con Miguel Fernández-Braso que permanecía inédita desde 1970

"Fondo y forma en literatura son la misma cosa; es decir, que el fondo es la forma, porque el mismo material puede ser una noticia de periódico o puede ser una conversación sin ningún mérito literario, o puede ser una obra de arte. Si una madrastra se enamora de su hijastro y luego lo calumnia, eso puede ser un chisme de vecindad, pero puede ser también Phedra". Es una de las reflexiones que se agolpan en Una conversarción literaria (Madrid, 1970), que publica Cuadernos de la Fundación Ayala y que recoge una extensa entrevista del autor granadino con Miguel Fernández-Braso, que desarrollaba a finales de la década de 1960 una variada actividad como cronista cultural. En junio de 1969 publicó una entrevista con Francisco Ayala con un título que preludiaba el espíritu de la casi inminente Transición: Francisco Ayala, exiliado sin ira. El escritor granadino era ya, por su parte, un eminente intelectual de prestigio internacional, exiliado desde 1939, pero consciente de que se avecinaba el momento de normalizar su relación con los lectores españoles, después de décadas de desinformación y ocultación de su obra.

A raíz de la mencionada entrevista ambos coincidieron en la conveniencia de ampliar el retrato público de Ayala profundizando en sus opiniones e hilvanando recuerdos sobre acontecimientos y personalidades que a su vez no gozaban aún de reconocimiento oficial. Durante uno de sus viajes a Madrid, en los primeros meses de 1970, Ayala y Fernández-Braso grabaron diferentes diálogos con la idea de publicar una extensa conversación literaria. El proyecto quedó truncado, pero Fernández-Braso conservó una copia de la transcripción de esas conversaciones hasta que cuarenta y cinco años después, en 2015, la donó a la Fundación Francisco Ayala. El punto de partida para este libro era un original con abundantes correcciones de todo tipo realizadas en su día por Ayala, que se han incorporado a la edición.

Serenidad sí, pero no frialdad. Voy a tratar de explicarle a usted un poco los factores que me han ayudado a mantener la ecuanimidad y, en fin, el equilibrio moral y mental. En primer término, mis ideas respecto de la sociedad y de la política han sido siempre ideas moderadas, liberales, con un temple realmente conservador, es verdad; ese, siempre; a tal extremo que, cuando he coleccionado mis escritos políticos para publicarlos primero en Méjico, luego en Puerto Rico, y ahora aquí, me encontré con que todo, absolutamente todo lo que yo había escrito, aun en fechas ya remotas, lo puedo suscribir hoy. Y como no tengo la impresión de que esté fosilizado mentalmente, ello quiere decir que mi pensamiento no ha incurrido nunca en exaltaciones ni extremos. ¿Cuánta gente de mi generación podría decir lo mismo? No arrepentirse de lo que uno ha escrito y de las cosas a las que les ha puesto su firma debajo. Yo no tengo que quitar una línea de cuanto he publicado durante el tiempo de Primo de Rivera, después bajo la República, y luego en el exilio. Todo tiene congruencia interior y todo lo puedo seguir suscribiendo. Claro está que las apreciaciones mías se refieren a situaciones que pueden haber cambiado. Y ahí es donde viene la evolución: en el juicio respecto de las condiciones de la realidad. Pero, en cuanto a lo que la gente llama la ideología, en eso no. Por otra, mi distancia u objetividad respecto de la historia. Yo no he sido político activo nunca, porque, entre otras cosas, me repugna la política en cuanto actividad. Me repugna, no en un sentido moral, entiéndalo, sino en el sentido de que no va con mi temperamento. Cuando la gente me dice: ¿y usted no ha escrito teatro? Pues tengo la capacidad, que creo haber demostrado, de lograr la autorrevelación del personaje imaginario. ¿Y por qué no ha hecho usted teatro? Pues porque me conozco, y sé que mis piezas las hubiera metido en un cajón o las hubiera publicado, si podía; pero no tengo las condiciones de carácter necesarias para meterme en el ambiente teatral y en toda esa cosa de la intriga y la presión y el forcejeo. No tengo esas condiciones. No es tanto por orgullo como por falta de capacidad para ello. Pues es la misma razón por la cual la política me repugna: porque soy incapaz de entregarme a ese juego exterior de actividades conducentes en definitiva a pequeñas cosas. De modo que político no lo he sido, no lo soy y no lo seré nunca. No me interesa. No es lo mío. Y siendo así, tampoco estoy envenenado, como puede estarlo el que se ha metido en la refriega y ha sacado unas contusiones, unos moretones o unas cicatrices. No; mis heridas son obra de la fatalidad; así las percibo yo. En cuanto a mi visión de la historia, tampoco me he aferrado nunca al concepto corriente de España. Cuando salí del país, pensé: bueno, esto se ha terminado. Vamos a seguir viviendo. Pensaba y sentía que podía seguir viviendo fuera de España y sin España. No he tenido nostalgia. Tampoco eso es frecuente. Muchos exiliados han estado lloriqueando por España, y siguen lloriqueando por España. Luego, si vienen aquí, lo que se encuentran no es lo que ellos entienden por España, porque los países cambian. Y España ha cambiado profundamente. Han estado, pues, clamando por una ilusión vana.

Él era un hombre muy agradable, irónico, cortés. También muy soberbio. Y yo con él siempre tuve muy buenas relaciones. Su soberbia, transportada al terreno de la política, debió de perjudicarle, pues se consideraba en un plano intelectual muy superior al común de las gentes. Y tenía razón para considerarse. Pero entonces miraba al resto de las gentes, alrededor suyo, por debajo del hombro. A veces elegía para los puestos a hombres inferiores a otros que hubiera podido elegir, simplemente porque los medía a todos por el mismo rasero. Y eso para un político es tremendo, porque no hacía la selección adecuada de sus colaboradores. Además, un hombre que era tan frío intelectualmente, emocionalmente era sin embargo muy arbitrario, es decir que se guiaba por simpatías y antipatías muy marcadas. Todo eso es funesto en un estadista. En fin, en 1929, yo me fui a Alemania, y cuando volví ya estaba en marcha la República, y Azaña, como tantos otros, había ingresado activamente en la política. Su ascenso en la esfera pública fue espectacular, como una revelación. Entonces, claro está, ya solo me encontré con él de tarde en tarde, y siempre un poco de refilón. Se había terminado el sosiego de las tertulias largas y ociosas en el café de la Granja El Henar.

Siendo presidente, la única vez que lo vi fue cuando me disponía a hacer un viaje a Sudamérica para dar conferencias. Me habían invitado de Buenos Aires y Chile y allá fui, saliendo de Lisboa el 13 de mayo del año 36. Antes de partir, se me ocurrió despedirme de Azaña, y telefoneé a Rivas Cherif, su funesto cuñado, que actuaba de introductor de embajadores o no sé qué puesto de esos, quizá secretario de la casa presidencial. Le dije: Me voy a dar una serie de conferencias en América; me gustaría saludar a Azaña. Entonces me fijó una audiencia, precisando: Pero tiene que venir con chaquet. Digo: Caramba, bueno. Me puse mi chaquet y fui a saludar a Azaña en una entrevista totalmente protocolaria. Le dije (como me hicieron ponerme de chaquet), le dije: "Señor presidente, ¿quiere alguna cosa durante esta gira?". "Pues nada, ya ve usted cómo son las cosas, usted diga lo que quiera, lo que le parezca. Explique la situación".

Él estaba ya muy amargado y muy asustado. Por eso se había refugiado en la presidencia de la República: para quitarse la responsabilidad directa del poder. Total, no hablamos nada. Fue cosa de unos minutos, muy ceremonial, que a mí me dejó de mal humor; me dije: qué estupidez haber perdido Toda la mañana en esto, para qué. Y con chaquet. Las cosas oficiales a mí me revientan; francamente, no puedo con ellas.

Mi posición política ha sido siempre bastante homogénea. No ha habido en mi vida, como en la de tantos otros, cambios espectaculares de una posición a otra. Por supuesto que mi visión de la política está en relación con la evolución de los acontecimientos históricos, con el cambio de la historia. En ese sentido, me ha servido bastante ser un estudioso de las ciencias políticas y sociales.

Es decir, que la política la he entendido siempre muy sometida a sus propias leyes. Hay una breve novela mía, que es la última añadida posteriormente a La cabeza del cordero, cuya apertura son unas cuantas reflexiones de carácter político, amargas, irónicas. Vea lo que se dice ahí.

Mi posición siempre fue, básicamente, liberal, porque tal es mi visión del mundo. Responde a mi visión del mundo y a mi temperamento. Debiendo entenderse por liberal el reconocimiento y respeto de la autonomía de la persona. Y de que cuanto se hace en el mundo, en la historia, dimana de la libertad del hombre. No el hombre en abstracto, con mayúscula, sino los hombres en concreto.

Creo que lo dije un día en estas conversaciones, que me había encontrado al corregir, para una nueva colaboración, mis escritos políticos de toda la vida, con que no sentía la necesidad de rechazar nada de lo que había escrito y suscrito.

Me parece a mí que todo escritor está comprometido con su tiempo inevitablemente, con la historia en que está envuelto; y eso no es una cuestión a discutir ni a decidir por cada uno, sino un hecho. Se está comprometido sin remedio; pero ese compromiso, por ejemplo, puede manifestarse en ciertos escritores a través de la evasión. El escapista, el escritor que trata de huir del mundo (toda la vida ha sido así) está expresando, de esa manera, cuál es su vinculación con el momento histórico en que vive. De modo que también el escapista, condenado por los que hacen política de la literatura y literatura de la política, también el escapista está comprometido con su tiempo. Es el autor de utopía, es el autor de obras de ensoñación. En fin, ¿qué significa eso? Pues que rechaza la realidad de su mundo. Los románticos estaban huyendo de la sociedad en que vivían; pero al huir, por el mero hecho de huir, expresaban un modo de relación particular con esa sociedad. No creo, pues, que el compromiso, en lo esencial, sea evitable, ni por lo tanto cuestión de libre voluntad. Solamente que, por lo común, se entiende por compromiso el servicio de una dirección ideológica, o inclusive a consignas de partido. ¿A eso se le llama compromiso? Yo a eso le llamo negación de la libertad y de la literatura. Sobre todo de la literatura, porque un escritor así comprometido se falsifica, miente, ya que de no mentir, si está expresando su verdad, entonces ya no se atiene a un compromiso entendido en esta forma vulgar. Lo malo es que el escritor diga, no ya aquello que en el fondo esté pensando, la mentira piadosa. La piedad en literatura es cosa pésima. Las buenas intenciones, ya se ha dicho de una vez por todas, suelen producir mala literatura. Y las buenas intenciones son eso, ¿no? La insinceridad al servicio de unos postulados que de alguna manera se aceptan como buenos.

La libertad me parece que consiste en el movimiento de iniciativa del hombre. Cada uno de nosotros vive proyectado hacia el futuro; necesita decidir sobre su vida a cada momento. Hay una frase de Sartre que, bajo su forma paradójica, me parece muy expresiva: "Estamos condenados a ser libres". No podemos renunciar a la libertad en ningún caso. Porque la libertad es nuestra necesidad absoluta de estar decidiendo, en cada momento, acerca del futuro. Claro que esa decisión no se da en el vacío; sino a partir de las circunstancias (o, como decía Ortega, en singular, de "la circunstancia") y contando con ellas. De modo que la libertad no es omnímoda. Ni podría serlo.

Hay una metáfora, una de las poquísimas metáforas que escribió aquel filósofo tan abstruso, Kant: la de la paloma. Sin la resistencia del aire, que quizás enojaría al ave si pudiera pensar en ella, no podría volar, porque se apoya en esa resistencia. Pues lo mismo ocurre con la libertad del hombre. No podría ejercitarla si no hubiera resistencias que vencer. La cuestión es que esas resistencias no sean atroces, no sean casi insuperables; que encuentre ante sí el aire y no una masa sólida.

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