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Un invitado de piedra para una gran orquesta

Inolvidables en la historia del Festival -y del crítico- son los tres conciertos que este histórico conjunto orquestal de Ámsterdam ofreció en 1984, dirigidos por Bernard Haitink, como inolvidable es cualquier actuación que la Royal Concertgebouw protagoniza en todas partes. Ya les di cuenta a los lectores de este periódico de las dos magistrales actuaciones, dirigidas por Bernard Haitink, que ofreció en agosto pasado en el Festival de Santander, con Debussy, Wagner y, la última, con la Octava sinfonía, de Bruckner, que escucharemos dentro de unos días, dirigida por Barenboim. Es una referencia orquestal europea, no sólo por su historia -120 años dirigida por los más afamados directores y compositores, intérprete ideal para cualquier estilo, incluido los contemporáneos-, sino por la solidez, calidad y personalidad. Haitink, que ha sido su director durante muchos años, decía en la capital cántabra que el defecto de las orquestas de hoy es que todas suenan igual. Y no es éste el caso de la Concertgebouw, la del sonido 'aterciopelado' de su insuperable cuerda, la del vigor y perfección de sus grupos de viento, la de la percusión elegante y no atronadora, la de la musicalidad más extrema, la de la perfección, en suma.

Todos esos elementos vibraron, en general, salvo pequeños desajustes, en el primer concierto de este ciclo, bajo la dirección de un director, improvisado a última hora, como Neeme Järvi, por indisposición de su titular, Mariss Jansons. Pero lo hicieron con una cierta lejanía del director para extraer todos los formidables resortes de un conjunto tan excepcional. La lectura de las partituras fue atenta y escrupulosa -y digo lectura, porque, salvo el regalo para exhibición de los grupos de cuerda de la orquesta, Järvi tuvo la partitura delante, lo que siempre es positivo, salvo que, a veces, hace perder poder de concentración para extraer de la orquesta todos sus caudales-. No sería correcto interpretar el título de esta crítica, al decir que Neeme Järvi era un convidado de piedra, pensar que era sólo una figura decorativa en el podium, puesto que estos magníficos profesores y profesoras se conocen muy bien su lección, sino sólo apuntar la firmeza rocosa que desprende su magisterio, firmeza que se traduce, a veces, en distancia y falta de complicidad entre orquesta y director que se notó en algunos momentos. Sobre todo, en un programa para ellos tan trillado como puede ser la obertura de Euryanthe, de Weber, o la siempre fresca, lozana y juvenil Sinfonía primaveral, de Schumann, perfección de sonido, exaltación de los caudales sonoros. Siempre nos maravillarán esos contrabajos y chelos que parecen violines graves, por su expresividad, o esa musicalidad perfecta y bellísima de violines y violas, capaces de justificar siempre esos sonidos que se expanden como un regalo para los oídos. Quizá hubiésemos preferido un Schumann más reflexivo y hondo, dentro de su alegría enamorada -fue precioso el Scherzo-, pero, en cualquier caso, la lectura de Järvi fue muy correcta.

La variedad de contenidos expresivos, vibraciones, colores de una paleta orquestal tan prodigiosa con la que Ravel ilustra en su versión sinfónica los Cuadros de una exposición que Mussorgski compuso para piano en homenaje a su amigo el pintor Viktor Hartmann encontraron una mayor compenetración. Järvi consiguió extraer lo mejor de la orquesta -que es tanto, tan variado y admirable- que podemos quedarnos con la filigrana del Baile de los polluelos en sus cascarones, el colorido de Mercado de Limoges, o el dramatismo de Catacumba y la grandiosidad final de La Gran puerta de Kiev. Páginas para poner a prueba la calidad de los grupos orquestales, tan incuestionables en este conjunto, pero también la fuerza, la rotundidad, el virtuosismo y calidad de sus solistas.

Neeme Järvi supo mezclar todas esas posibilidades y logró los mejores momentos de la noche. Orquesta y director fueron premiados largamente con aplausos y bravos de un público que rompió el hielo de la primera parte, lo que obligó a hacer una exhibición final de esta cuerda de terciopelo que es la de la Concertgebouw.

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