El arte de la viñeta

Al otro lado de la puerta

  • P. Graig Russell ilustra 'Coraline', la novela de Neil Gaiman sobre las diferentes vidas de una chica tras pasar por el umbral

En unas páginas memorables, Borges evocó cierta velada en la que su buen amigo Adolfo Bioy Casares le recordó (¿le reveló?) que los heresiarcas de Uqbar abominaban de los espejos y de los ayuntamientos entre macho y hembra porque unos y otros multiplican el número de las gentes. Aunque no comparto la misantropía de esta casta legendaria, coincido en que ambos, espejo y procreación, tienen una faceta perversa. Todos conocemos las sutiles diferencias que el espejo introduce en la realidad (si nosotros levantamos la mano izquierda, nuestro reflejo en el cristal levanta la derecha) o los enojosos cálculos que ciertos padres hacen a costa de los hijos en el vano empeño de obtener de ellos una réplica suya (si estos progenitores levantan la mano derecha, quisieran que sus vástagos también la levantaran, pero…). Esto, y algo más, se halla en la novela gráfica Coraline (Roca Editorial), adaptación de una novela de Neil Gaiman llevada a cabo por P. Graig Russell.

La acción empieza cuando la pequeña Coraline descubre una puerta cerrada en el caserón al que acaban de mudarse ella y sus padres. Una puerta cerrada es una invitación, casi una incitación, a abrirla. Su madre le quita importancia al hallazgo: esa puerta no da a ninguna parte, comenta; una respuesta poco convincente pues, como todo el mundo sabe, toda puerta tiene que dar forzosamente a alguna parte. A la primera oportunidad, la niña la abre, entra, y se encuentra con una reproducción exacta de su propia casa habitada por una pareja que se presenta como "sus otros padres". Los parecidos son notables; también las diferencias. Estos padres son más atentos y permisivos, cocinan mejor y le dejan hacer lo que le da la gana. (Una curiosidad: en vez de ojos, tienen unos botones grandes y oscuros). Esta realidad alternativa es distinta y divertida. Aquí, Coraline tiene muchos más juguetes, mucho más espectaculares. Y hay animales que hablan. Y nunca falta nada que hacer. Sus otros padres le dicen que puede quedarse, si es su deseo. Basta un simple trámite. Entonces la acompañan a la cocina y le muestran, encima de la mesa, un carrete de hilo, una aguja de plata y, a cada lado, dos botones grandes y oscuros.

A su regreso a este lado, las cosas ya no son como eran y Coraline comprende, tarde, que es mejor no atravesar ciertos umbrales. Sus padres auténticos están prisioneros dentro de un espejo y si quiere restituir el orden, deberá enfrentarse al desorden… El principal referente de Coraline es obviamente la obra de Lewis Carroll, pero no Alicia en el país de las maravillas (1865), sino su continuación: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871). Si el País de las Maravillas era un mundo desquiciado, el del otro lado del espejo es uno invertido que plantea una relación de contrariedad o de asimetría con el nuestro, para así subrayar su "diferencia" (según Louis Pasteur, contemporáneo de Carrol, la asimetría sería un rasgo fundamental de la vida, tesis confirmada posteriormente por diversos descubrimientos científicos).

En su obra, Lewis Carrol, que bebía tanto de la tradición como de la innovación, echó mano a elementos tan insinuantes como el espejo -recuérdese el espejito mágico consultado regularmente por la madrastra de Blancanieves- y los enfrentó a varios desafíos lógicos aventados por la filosofía y la ciencia del siglo XIX. ¿Para qué? La alteración del orden lógico del mundo, común en las fábulas, invita a pensar si las cosas son en verdad lo que parecen.

Coraline no está tan bien amueblada como las fantasías de Lewis Carroll, pero aguanta aceptablemente bien la comparación. La trama de Neil Gaiman es sugerente y emplea con inteligencia una escenografía y un atrezzo tan antiguos como frágiles (y es que si no manipulamos con cuidado esos sótanos, desvanes, puertas, llaves, espejos o gatos podemos hacer el ridículo fácilmente). P. Graig Russell, por su parte, realiza un trabajo soberbio. Es un magnífico retratista y los rostros, miradas y mohines de sus personajes están repletos de matices. Además, Russell sabe cómo dramatizar y dinamizar el relato: sus viñetas son piezas de un mosaico, perfectamente encajadas en la página y se suceden unas otras con un magnífico tempo narrativo. Coraline tiene el buen sabor de lo añejo y, al mismo tiempo, se sitúa en la vanguardia del género. Gustará tanto a chicos como a grandes, que es el mejor elogio que cabe hacerle a un libro de estas características.

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