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Y líbranos del mal...

  • En el Día de la Constitución, un volumen de historietas como 'Todo paracuellos' (Debolsillo) nos recuerda los tiempos en que no existía en nuestro país la Democracia

Carlos Giménez -maestro indiscutible de la historieta española- es uno de esos artistas que gustan de hundir las manos en la arcilla blanda empero traicionera de la recordación, en el fango cálido y pegajoso de la memoria, en los pantanos anchos y hondos del ayer. El deseo oculto es compartir el propio recuerdo, que sea identificado por otros, que deje de pertenecer al individuo para ser de toda una generación, que signifique. De esta índole es la evocación de la serie Paracuellos -seis álbumes en total, publicados entre 1977 y 2003, recogidos luego en uno solo: Todo Paracuellos (Debolsillo)-, una reconstrucción con fines catárticos de la cruda realidad de los Hogares del Auxilio Social franquistas a donde iban a parar niños más o menos huérfanos, cuyos padres o habían muerto o estaban en la cárcel o carecían de medios para mantenerlos; unos centros de métodos educativos tan férreos como simples -la disciplina se conseguía a través de la sistemática humillación del otro- que actúan como perfecta sinécdoque de la dictadura.

Giménez, que estuvo en uno de ellos desde los seis hasta los catorce años, decidió levantar acta de tal infamia y emprendió un pormenorizado relato de aquella experiencia, y de la de otros en su misma circunstancia, que en su día le acarreó amenazas de muerte por parte de grupos de ultraderecha (unas amenazas que venían a ratificar lo expuesto en el cómic). En el relato La visita se cuenta un episodio que ilustra inmejorablemente la mentalidad templaria del nacional-catolicismo: Durante una inspección en el Hogar del Auxilio Social sito en Paracuellos del Jarama, una delegada de ojitos y labios escasos, y carnes abundantes, le pide a una guardadora que dé un tazón de leche extra a un chiquillo elegido al buen tuntún; cuando se quedan solos, la guardadora -una criatura escapada de los submundos de H. P. Lovecraft- obliga al crío a beber un tazón tras otro hasta hacerle vomitar todo. La caridad deviene inmolación. Para el nacional-catolicismo, para esta espantable alianza entre disciplina militar e integrismo religioso, los demás son o bien pecadores, o bien carne de cañón.

La siesta ilustra otro caso ejemplar: en el verano era costumbre dormir la siesta, pero la guardadora dispone hacerlo en el patio para evitar que los niños desordenen los dormitorios. Lo pío vuelve a entremezclarse con lo castrense, y lo que debiera ser un instante de sosiego se transforma en suplicio. Se obliga a los críos a echar esa jodida siesta en el suelo, bajo un sol de órdago, con los ojos cerrados, sin moverse. A quien ose abrirlos o rascarse le tocará hacer no sé cuantas flexiones y se quedará sin merienda… Es especialmente eficaz el recurso al espacio en blanco en estas historietas; ese blanco aumenta la desolación de los escenarios, el desamparo de las gentes, el vacío humano de una posguerra que duró casi cuarenta años. Y no obstante, a pesar de ese rosario de iniquidades, a pesar de la congoja que provoca, no hablamos de un cómic pesimista. Triste, sí. Pesimista, no. Paracuellos es una obra de denuncia e ideas, pero también de emociones, que el lápiz de Giménez transcribe con exactitud y gran economía de trazos. La ternura o la bondad asoman a menudo entre las tupidas telarañas del horror, en la forma de pequeños gestos, como en Hombrecitos, en la que un niño sacrifica su merienda por ayudar a un amigo a saltar las tapias del centro y escapar. Si esto sucedió, si puede suceder, la especie humana merece un voto de confianza.

Crónica de un tiempo felizmente ido, Paracuellos airea vergüenzas que muchos quisieran olvidadas. Pero hay veces, y ésta es una, que el olvido es obsceno. Yo no pasé por ningún Hogar del Auxilio Social -a Dios gracias-, pero en los estertores de la dictadura, siendo niño, me acuerdo de una maestra que cada día, mirando a una foto de Franco encima de la pizarra, nos hacía rezar un padrenuestro y rogar por el pronto restablecimiento del Caudillo. Aquellas fotos del dictador no desaparecieron del colegio hasta algunos años después de muerto éste, y nosotros seguimos rezando a coro esos padrenuestros sumisos, no por la salvación del Generalísimo, que tenía un lugar reservado junto al Altísimo -a su derecha, por supuesto-, sino por la nuestra. Aquella maestra jamás habría imaginado que, aunque no olvidáramos los versos de la oración, y líbranos del mal, amén, muchos acabaríamos alterando la súplica última de la plegaria. Si osáramos rezar alguna vez, sería para pedir que el empíreo del nacional-catolicismo sea erradicado de entre las esferas celestes.

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