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Sé que no llegaremos donde tú y yo soñamos

  • La editorial granadina Zumaya ha publicado un ensayo decisivo sobre el malogrado Javier Egea, un poeta al que por fin se le está haciendo justicia

En media docena de poemarios, repartidos a lo largo de veintitantos años, Egea recorrió un camino de siglos, según demuestra Jairo García Jaramillo, de manera tan contundente como nítida, en su ensayo La poesía de Javier Egea, un punto de referencia insalvable para cuantos pretendan profundizar en la obra del malogrado poeta granadino. De un libro a otro, como dicen de Hernán Cortes al hallar América, el poeta redujo a cenizas las naves a sus espaldas. El camino -"hermoso y miserable", lo llamó él- estaba forzosamente delante y por su mente no pasaba la idea de desandarlo. En una primera etapa cultivó, también en lo personal, cierto heroísmo romántico en el que se trasluce esa preferencia suya por la marginalidad o la periferia, esas estrecheces donde se sentía más a sus anchas. Su primer libro, Serena luz del viento (1974), en palabras de García Jaramillo, "está "inmerso en [la] lógica de la confesión íntima y la necesidad de la expresión", si bien desmarcándose de las corrientes dominantes del momento, el culturalismo y el coloquialismo, rechazando el prosaísmo de éstos y el elitismo de aquéllos, apartando con idéntica determinación el cáliz del verbo excelso y el vaso del verso fácil.

Nada de este apasionante conflicto pasará a su segundo libro, de título bronco: A boca de parir (1976). Egea había descubierto su condición de hombre político -o reconocido las posibilidades dialécticas de la poesía- y abandonó el espacio falaz de lo privado para adentrarse en el espacio también engañoso de lo público. A boca de parir hace alusión a la inminencia del cambio histórico. Aunque su simiente se quedara en el surco -todavía crece, como la grama, imposible de erradicar-, la dictadura se moría con el dictador y era lícito depositar esperanzas temerarias, necesarias, en lo que ha dado en llamarse la Transición. Algo de esto hay todavía en su siguiente trabajo, Argentina '78, otra propuesta con "deseos de futuro", apunta García Jaramillo, escrita en 1977 contra los dictadores de una y otra orilla, los de allí y los de aquí. La siguiente ruptura sería la más drástica. El descubrimiento del compromiso político no era suficiente de no ir respaldado por un compromiso poético de igual calado. Debía arrimar la antorcha a los bajeles de las metáforas usadas y encender nuevos significados en las palabras de siempre. Y la poética de la otra sentimentalidad le señaló el camino.

La autocrítica es esencial a la hora de hacer crítica. En consecuencia, Javier Egea "empezó también el combate […] contra sí mismo, porque es ahora cuando advierte que todo cuanto había escrito hasta entonces, aún concebido como un discurso 'marginal', 'rebelde' o 'comprometido', en la práctica era un ejercicio inútil ante una lucha verdaderamente ideológica", escribe García Jaramillo. Ante la Isleta del Moro, Egea prendió fuego a su poesía anterior -más adelante renegaría de sus primeros trabajos- y del incendio se alzó una llamarada hipnótica, Troppo mare. No fue un accidente, tampoco una iluminación; Juan Carlos Rodríguez -una influencia decisiva en el poeta, la poesía y la literatura realizada en Granada en las últimas décadas- diría que Troppo mare fue para él, y para todos, "un terremoto". En su siguiente libro, Paseo de los Tristes, Egea ahondó en la brecha, enriqueciendo sus versos con una impagable ironía: "recurre esta vez al marco urbano, a la realidad diaria, lejos de parajes extravagantes y presuntuosos -precisa el autor del ensayo-. Y el procedimiento discursivo más importante que se incorpora para conseguir ese efecto de realidad es la ironía, siguiendo a poetas como Ángel González o Jaime Gil de Biedma".

El mercado editorial, tan caprichoso, tan capcioso, barajó las cartas a su antojo. Paseo de los Tristes ganó el premio Juan Ramón Jiménez y, de resultas, se publicó inmediatamente, anticipándose a la salida de Troppo mare, que no llegaría a las librerías hasta 1984. De allí a poco, otra deflagración. Movido por "ese afán suyo de huir siempre de sí mismo -escribe García Jaramillo- y fundar territorios nuevos en vez de reforzar los ya conquistados", Egea abandona el terreno urbano y reconocible de Paseo de los tristes para adentrarse en el mundo líquido y sincopado de los sueños; tras de experiencia con el psicoanálisis, Egea se aventuró en las ciénagas del inconsciente. Raro de luna, como indica su título, es una obra rara y sonámbula (o lunática), una obra oscura y obscura, difícil y exigente, un cuello de botella en el que es tan fácil entrar como difícil salir. ¿Qué vendría después? El poeta había ido rompiendo amarras con todo, quedándose a la deriva, pero el disparo final, aquel día a finales de julio de 1999, pilló por sorpresa a cuantos lo conocían. Javier Egea no llegaría jamás -y aquí parafraseo un hermoso verso suyo- donde había soñado.

Durante un tiempo, la sospecha de que no se le había hecho justicia en vida alumbró el temor de que tampoco se le haría después de muerto. Por suerte, nos equivocamos. Y a ello ha contribuido no poco este revelador estudio, un complemento perfecto a la reciente edición de las Obras completas de Javier Egea (Bartleby), que quizás deberían haber llegado antes, aunque nunca es tarde si la dicha es buena. La edición del segundo volumen de esta opera omnia, el dedicado a la poesía dispersa e inédita, correrá precisamente a cargo de Jairo García Jaramillo, una firma que es garantía de un trabajo bien hecho.

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