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"A menudo, la ternura y el bigote aparecen al mismo tiempo"

  • El novelista regresa al primer plano de la actualidad literaria con 'El asombroso viaje de Pomponio Flato', que aparecerá en marzo

Tiene sonrisa de niño travieso y a la vez tímido. Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), escritor respetado por compañeros de oficio y adorado por los lectores, ha regalado al mundo algunas de las mejores novelas del último medio siglo, como La verdad sobre el caso Savolta (1975), El misterio de la cripta embrujada (1978) y La ciudad de los prodigios (1986). Es uno de los grandes, pero no parece pesarle.

-Algunas de sus novelas de género, como Sin noticias de Gurb y El último trayecto de Horacio Dos, son calificadas a menudo como parodias. ¿Está de acuerdo con ello?

-Habría que entrar en una discusión académica, pero convendría distinguir entre parodia y farsa. La farsa es una historia que no tiene ni pies ni cabeza, que sólo tiene coherencia interna y como tal funciona con una clave compartida con el lector. La parodia requiere un modelo y una referencia constante, con una relación triangular. Yo quiero pensar que escribo farsas y no parodias.

-¿Pero la farsa respeta al género, o lo pervierte?

-Al escribir mis novelas siempre sigo determinados patrones de género, de novela policiaca o de ciencia-ficción, por ejemplo. Pero esto sólo me dura los tres primeros párrafos: luego, una vez desplegado el aparato, la cosa sigue de manera mucho más libre. Comparar Gurb con la ciencia-ficción resultaría de hecho algo muy cómico.

-¿Es su última novela, El asombroso viaje de Pomponio Flato, una farsa sobre la novela histórica?

-En gran parte es una novela histórica. Transcurre en el siglo I de nuestra era, en tiempos de los romanos, y hay muchos datos reales porque soy muy aficionado a la Historia. Leo mucho sobre la antigua Roma, y especialmente a los propios historiadores romanos. Disfruto muchísimo con Cicerón y Séneca. En la novela he utilizado estos conocimientos superficiales con mucho detalle.

-¿Se parece más a Robert Graves o a Lindsey Davis?

-A ninguno de los dos, me temo. Se parece un poco a mí mismo. Es una de esas novelas de verano, para las que me voy al campo, lo dejo todo y me dedico a escribir.

-Esos veranos son legendarios desde que escribió Sin noticias de Gurb. ¿Cómo transcurren?

-Me marcho a una casa retirada de todas partes y no me llevo el ordenador. Cuando uno se decide a escribir una novela el hábito es importante, y si se encuentra con que sólo dispone de un cuaderno y un bolígrafo o una pluma tiene que someterse a una disciplina férrea, que luego resulta muy provechosa. Yo siempre escribo a mano, y cuando me encuentro así, aislado, sin diccionarios, sin internet, sin amigos cerca, en plan hombre de las cavernas, me siento muy a mis anchas para escribir. Me estimula mucho partir de cero.

-Sus personajes están dotados de una ternura inconfundible. ¿Hay que ser niño, o infantil, para alcanzar el Reino de los Cielos?

-No sé muy bien qué es ser infantil. Imagino que, a partir de cierta edad, ser infantil es no saber aceptar las frustraciones. Es verdad que en mis personajes hay ternura, pero creo que podemos inclinarnos hacia ella a cualquier edad. De hecho, pienso que conforme vamos creciendo no sólo somos capaces de mantener la empatía, la simpatía y el cariño, sino que incluso nos vamos haciendo menos egoístas. La mayoría terminamos descubriendo que no somos el centro del universo, y ahí, cuando nos sale el bigote, es cuando más o menos nos sale también la ternura.

-Con respecto a la lectura dramática de Gurb a cargo de Rosa Novell, y teniendo en cuenta que ha escrito obras teatrales, ¿nunca ha tenido la tentación de salir al escenario, en plan Mario Vargas Llosa?

-No, qué va. Vargas Llosa fue muy valiente y además lo hizo muy bien. A mí me gusta mucho el teatro, pero como espectador. De joven participé en una compañía de aficionados y no llegué a decir mucho más que: "La cena está servida".

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