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El monstruo vacío

  • Mondadori publica la última novela de Philip Roth, 'Sale el espectro', cuyo protagonista es nuevamente Zucherman

Sumariamente, son dos los obstáculos que sortea Roth en este difícil libro sobre la vejez, el oficio literario y el espejismo calcinante de la vida.

Uno es la conocida argucia del extraño, del viajero, del observador perplejo y cínico que se asombra, con suficiencia y desgana, de la funesta marcha del mundo. Algo así es lo que intentó un Azúa más joven y experimental en su Historia de un idiota contada por sí mismo (la erudición sobre el moralista foráneo podría remontarse al Ulises de Homero, al Dante acompañado por Virgilio, a los Sueños de Quevedo, las Visiones de Torres Villarroel, la República literaria de Saavedra Fajardo y por ahí seguido).

Otro obstáculo, ya que se trata de la vejez y sus taras, es el recurso a la conmiseración, al melodrama, cuando su protagonista es un viejo escritor aquejado de cáncer, y cuya próstata y adyacentes no le funcionan desde hace demasiados años.

Por último, un tercer peligro, antes no mencionado, es el que nos llevaría a la novela intelectual, a la novela de tesis. Sin embargo Roth, más pulcro y desposeído, se limita a hacer el retrato de un escritor: de un escritor que ama, que escribe, que admira y honra a otros escritores. De un hombre que, a última hora, ha vuelto a descubrir el escalofrío y la urgencia de un cuerpo joven y hermoso.

En efecto, el Nathan Zuckerman de Roth es un escritor que vive, desde hace diez años, en el dilatado silencio de algún bosque del Este. Así pues, su visita a Nueva York, al Nueva York posterior al 11-S, bien pudiera servirle para criticar los nuevos usos y costumbres de la nueva era (el miedo al terrorismo, el triunfo de los móviles, etcétera). Pero esto queda muy lejos de la voluntad de Roth, cuya mirada observa con minuciosidad y sorpresa, nunca con la ira del censor, los insólitos caminos por los que la vida, la curiosidad o el tedio se abren paso inmoderadamente.

Por otra parte, el Zuckerman de Roth es un señor de más de setenta años que padece cáncer de próstata, lo cual nos llevaría a pensar en la escalonada agonía, en la disolución apacible y pudorosa de alguien que ya ha consumido su existencia. Sin embargo, Zuckerman se enamora como un infante de una muchacha, y la escritura resultante (estupendos diálogos en los que el autor sueña con el triunfo sobre la bella, con su capacidad para fascinar a la ingrata), nos llevan a otro problema, a otro dilema que atraviesa el libro: la necesidad o no de conocer la intimidad del escritor para comprender su obra.

Es aquí donde aparece Kliman, aspirante a biógrafo del autor predilecto de Zuckerman: el huidizo y atormentado Lonoff. Para Kliman, hay un escabroso asunto juvenil que elucidaría para siempre la obra de Lonoff. Para Zuckerman, más literario, más escéptico, más sabio, el dato escatológico y secreto sobre Lonoff sólo contribuiría a humillarlo, y a desviar para siempre su obra del ámbito de lo literario. A esto nos referíamos antes con la novela de tesis.

En cualquier caso, Roth anuda la pasión por la mujer y la divagación literaria con naturalidad y solvencia, en un continuo vital en la que el hombre y su obra se engarzan y se abrochan mutuamente. Es decir, el hombre Zuckerman, impotente y septuagenario, junto al Zuckerman escritor, que idea triunfos amatorios en la soledad del hotel, mientras la bella ignora esta seducción por escrito.

Quizá esta novela, Sale el espectro, no sea la mejor obra de Philip Roth. A un comienzo titubeante se le añade un final apresurado. Dicho lo cual, Sale el espectro viene atravesado por una pasión muy norteamericana, la pasión de las urnas, la escenificación litúrgica de la democracia; y otra más universal que va creciendo en intensidad y violencia hasta un final totalmente inesperado: la indesmayable pasión erótica, la perplejidad votiva de la belleza.

De este modo, ese monstruo vacío que pudiera ser Zuckerman, se convierte en una luminaria pálida y tardía, en un trémulo espectro; en un hombre acuciado por el azar, la dicha y el oprobio.

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