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La noche mágica de 'Turangalila'

Noche mágica la que nos deparó la versión excepcional de la Sinfonía Turangalîla, de la Royal Concertgebouw Orchestra, bajo la atenta dirección de Meeme Järvi y dos solistas notabilísimos como el pianista Jean-Ybes Tribaudet y Cynthia Millar, en ondas Martenot. Aunque la nómina de solistas hay que ampliarla con los 120 profesores de este fabuloso conjunto sinfónico. Porque, en efecto, sólo orquestas de la categoría de la Concertgebouw nos pueden ofrecer versiones tan precisas, preciosas, grandiosas, elocuentes y cuantos adjetivos más quieran utilizarse de una partitura tan rica en timbres, ritmos, movimientos, colorido como la de la Sinfonía Turangalila, obra cumbre de Olivier Messiaen, de la que el domingo les ofrecía un breve análisis, porque hoy nos llenaría sobremanera el espacio reservado a la reseña crítica.

De cualquier forma, pese a lo dicho, o dejado en el tintero, ciertamente es difícil sintetizar la grandeza y multitudinario caudal musical que le llega al auditorio, sorprendido, quizá anonadado, cuando es la vez primera que tiene contacto con esta obra maestra de la vanguardia del siglo pasado. Vanguardia, sí, en cuanto a empleos de recursos tan diversos, además de los normales en una orquesta sinfónica, pero, sobre todo por su concepción amplia de los ritmos, modos, etcétera, que están en la mano de un compositor para expresar lo que quiere.

Quizá faltó decir en esa introducción del pasado domingo que por su colorido, pueda recordarnos a las orquestas gamelán de Bali o podamos precisar algunas referencias a Stravinsky, pero es tanta la confluencia y la combinación de materiales rítmicos y sinfónicos -sobre todo en los 'personajes rítmicos' del 5º movimiento de la sinfonía, Joie du Sang des Étoiles, donde hay contraposiciones, aumentos, disminuciones, permanencias- que arrastran al oyente a ese afluente incomensurable, entre los latidos del amor, la vida, la muerte… Todo un juego humano y de la Naturaleza.

Cada uno de los diez movimientos de esta sinfonía -más bien un concierto para piano y ondas martenot y orquesta- es un derroche de originalidad, con su mirada hacia la música oriental, especialmente la hindú, donde encuentra nuevos elementos para ampliar su riquísima paleta orquestal. El piano tiene, durante casi el 70 por ciento de la obra, especial protagonismo, protagonismo agotador, con sus acordes endiablados, a uno y otro lado del instrumento, por el vigor y el ritmo que debe seguir al de la orquesta. O las ondas Martenot. Sus dos protagonistas -Jean-Yves Tribaudet y Cynthia Millar- triunfaron, como el resto del conjunto, que no tiene un momento de descanso o de reposo, salvo los que el director le ofrezca, sentado en un taburete, entre movimiento y movimiento.

Ochenta minutos de lujuria sonora, de explosión técnica, de prueba dificilísima, que parece un milagro pueda abarcarse con la maestría y grandeza con que lo hizo la Concertgebouw, la de la cuerda increíble, la de los metales preciosos -no eran de oro, pero lo parecían-, la de tantos instrumentos percutidos. El fin no es otro que llegar a la apoteosis rítmica -también obsesión de músicos como Stravinsky, Ravel o el mismo Debussy, del que parte-, sembrando a la partitura de ritmos hindúes, griegos, "de ritmos de las estrellas, de los átomos, de los cantos de las aves… del cuerpo humano", como él confesaba.

Este torbellino sonoro necesita, desde luego, además de ese cuerpo sinfónico envidiable y magnífico, un director capaz de estar atento al orden, a las yuxtaposiciones, a los matices, al tejido complicadísimo para conseguir el efecto subyugante que logró en su concierto del domingo. Ese director fue Neeme Järvi que, en esta noche para el recuerdo, no fue, como dije en su plácido concierto anterior, un invitado de piedra, sino un auténtico activista, un impulsor, un líder capaz de arrastrar, en riguroso y espléndido orden, ese ejército de sonidos, ritmos y sugerencias enloquecidas y fascinantes.

Un trabajo colosal, como el que exigía esta partitura, que pone a durísima prueba a todos, orquesta, solista y director. Al lograr esa unión se alcanzaba, también, otro de esos momentos estelares que entrarán por mérito propio en la historia del Festival. Los bravos, los aplausos -iniciados, por cierto con los gritos de '¡España, España!', cuando salieron los músicos al escenario, coincidiendo con el final del encuentro futbolístico -se sucedieron muchos minutos, al terminar la velada, en un admirado y conmocionado Palacio de Carlos V, el de los grandes acontecimientos que justifican al Festival.

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