crítica cine

El olor de un mal sueño

Hubo un tiempo en que los clásicos no eran clásicos, ni tan siquiera modernos; su producción literaria se resumía, con mayor o menor prestigio, a una vista sobre las alturas de los hitos históricos y sociales que estaban dándose en su tiempo, y que el escritor tenía a bien reunir en un volumen, más o menos ficcional, para dejar testimonio. Sin embargo, más de medio siglo después, se recupera el texto, como tantas otras veces, y su vigencia, su innecesaria contextualización por culpa de su actualidad, rayan un sarcasmo casi histórico. Que ese texto clásico presente con tanta eficacia la realidad actual debería ser un bocinazo en la conciencia; que luces es de lo que carecemos, la bohemia una epifanía adolescente, y que la compañía de Teatro Clásico de Sevilla, bajo la dirección de Alfonso Zurro, presentó el esperpento -clásico- del progresista 2018.

La empresa no era sencilla; acercar un texto tan nervudo como Luces de bohemia, de don Ramón María del Valle-Inclán, hasta un público que suele buscar continuamente analogías en el presente puede degenerar en una reconstrucción desaprovechada del texto original. Sin embargo, la apuesta de Alfonso Zurro, parapetado por su ejemplar elenco, hilvanó una representación que derrumbó el auditorio por su irreprochable agudeza. La última noche de Max Estrella -Roberto Quintana-, junto a su pancista lazarillo Don Latino -Manuel Monteagudo- fue llevada hasta las tablas del Teatro Alhambra con vasta delicadeza, dado que la construcción de cada uno de los personajes respondía a la necesidad de retorcimiento que Valle-Inclán ideó. Todo el elenco funcionó sinérgicamente para acelerar la verosimilitud de las escenas, a través de esos parlamentos tenaces que en el texto original abrían una cláusula verbal para la subversión o el deleite, y que esta nómina de actores entregó al público en óptima comunicación.

Junto a ello, la elección del vestuario acompañaba al desgarro social en el que los personajes bregan por salir a la superficie. Curt Allen Wilmer y Rosalía Lago, así como Manolo Cortés -maquillaje y peluquería- asignaron a cada personaje la indumentaria acertada para completarlos con la obstinación de un amanuense, puesto que aderezaron la tipología de cada uno y culminaron un trabajo de caracterización dramática que funcionó frente al público.

Pero sin duda, el gran acierto de la apuesta fue salvar la irrepresentabilidad que el propio Valle achacó a su obra. A través de una construcción funeraria, que principia la representación, la movilidad de la escenografía fluctuó en un juego de organización y deconstrucción continua de los materiales, cuyos presupuestos revelaron una inventiva dramatúrgica que operó con aplicación sobre el escenario. Gracias a esa movilidad continua de los artefactos escénicos, el público era guiado a través de la multitud de escenarios ficticios donde se desarrollaba la tensión dramática, e impedía caer en la desorientación. La complejidad de generar tantos espacios fue, asimismo, remendada por una apuesta musical -a cargo de Jasio Velasco- que velaba interesadamente los variantes ambientes en los que Max Estrella se personaba, así como las conjunciones lumínicas -diseñadas por Florencio Ortiz- respetaban los cuadros y manejaban la atención del espectador cuando era preciso.

Y la vigencia, que alarma. La vigencia de una obra que no necesita buscar desesperadamente analogías en el presente: las encuentra sin dificultad. Sabedores de este hecho, la compañía modificó ciertos elementos -con total fidelidad al texto original- para apurar las pocas reservas de ficción que le restaban a la obra; dado que las situaciones dramáticas bien evidenciaban una decadencia de nuestro presente, el elenco dirigido por Alfonso Zurro actualizó mínimamente algunos elementos para ajustarlos a nuestro estado histórico y social, con la finalidad de hacer comprender al público que un clásico era un ciego lúcido, que en España reina siempre Felipe II, que los cráneos privilegiados son machacados por una bota militar, y afortunadamente, a veces, nos salta alguna astilla.

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