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La oración inacabada de Bruckner

Daniel Barenboim, como muchos esperábamos, por su especialización en Wagner y en Bruckner, terminó su ciclópeo ciclo con las tres últimas sinfonías del austriaco con una magistral lección interpretativa, extrayendo todo el jugo musical y dramático a un conjunto tan robusto como la Staatskapelle Berlin. Cuando el Adagio -uno de esos bellísimos movimientos de que les hablaba no sólo ayer, sino en el análisis del autor del pasado viernes- muere en sus últimas notas, queda la oración inconclusa. Porque esta postrera sinfonía es eso, una oración del aquel hombre que mantuvo la 'fe de carbonero' que le habían enseñado en su infancia, el que acaba ofrendando a su Dios lo mejor que su talento podía entregarle, a fin de lograr la paz aeterna que no disfrutó en vida, inmersa en dudas y en rechazos. Les hablaba del primer movimiento -Solemne misterioso- que revela con su riqueza contrapuntística y su grandiosidad orquestal ese homenaje al Sumo Hacedor. Les sugería la atención que deberían prestar al Scherzo, disonante y un tanto aquelárrico, con su intensidad frenética, como su asistiéramos a una lucha contra el mal. Y les pedía atención al Adagio, con su enervante inestabilidad, pero también con la serenidad que da el 'Re' mayor. Es su oración sincera, como le enseñaron desde su niñez, en los prados austriacos, a una divinidad de la que espera una sentencia suave, la paz y la misericordia.

Conviene repetirlo, para no inventarse, cada vez que se escribe sobre este prodigioso Adagio, cosas distintas y distantes. Es una confesión y una oración de esperanza. La religiosidad del autor no podemos obviarla, porque le quitaríamos sentido a su creación.

Cuando terminó la extraordinario versión que nos ofreció Barenboim, y la Staastkapelle Berlín, el público aplaudió largamente, no sólo la magnífica interpretación -una vez más nos asombró la bellísima cuerda, el brillo y perfección de los metales, sobre los que queda, sola, sostenida en el aire, como flotando en la eternidad, la última nota de la partitura-, sino el esfuerzo y poder de concentración que el director desplegó durante las tres noches memorables en la que hemos escuchado lo más sincero y profundo de Bruckner, no el de una inspiración fácil, que nunca tuvo, sino el que hay que buscar muy en el fondo, a veces entre infinidad de referencias wagnerianas, entre citas de temas muy largos y exhaustivos, de repeticiones innecesarias.

Para muchos, la Novena, es un compendio de las demás. Pero, sobre todo, es un testamento inacabado con el que finalizó un Festival, donde Bruckner, como digo en otro lado, ha sido uno de los momentos estelares del mismo. ¡Gracias, Daniel Barenboim, de un crítico que le hizo la primera referencia cuando, con 19 años, dio su primer concierto en Granada, en el Centro Artístico de Granada!

Aquel muchacho, que era ya un consumado pianista, hace tiempo que es un gran maestro capaz de abordar con éxito y absoluta fidelidad la obra de este enigmático casi desconocido, para muchos públicos, que sigue siendo Anton Bruckner. Esperemos de él nuevo retos en el Festival de Granada.

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