arte

Cómo pensar (y sentir) el espacio

  • La veterana Esther Ferrer, Premio Nacional de Artes Plásticas, continúa interpelando al espectador con sus instalaciones en la exposición que le dedica el Guggenheim de Bilbao

Los hilos que salen del suelo y llegan hasta el muro son muy sutiles. Al principio, casi no se dejan ver. Poco a poco, la mirada serena los descubre. Forman una firme red que muestra las tensiones espaciales que hay entre el suelo y los dos muros de un rincón, tensiones de las que apenas somos conscientes. Es una de las obras de Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) que con el material más humilde, el hilo, subrayado por la luz, ofrecen a la vista la fuerza del espacio. La iniciativa no es nueva: una conocida pieza de Richard Serra, en la Tate Modern, Yunque, también muestra la tensión espacial del triedro de un rincón. Pero Serra lo hizo, en 1988, con dos enormes planchas de acero laminado. Ferrer, sólo con el hilo. Reduce la presencia de la materia, dando todo el protagonismo al espacio: que sea él quien hable.

La obra de Ferrer tiene un atrevimiento más. Estos trabajos espaciales eran al principio maquetas. Fechadas entre 1977 y 1980 eran obras experimentales sujetas a ciertas normas. No se hicieron como efecto de un golpe de vista o de la imaginación de la autora. Ferrer las piensa como proyectos: con reglas previamente fijadas, precisaba distancias, tamaños, proporciones y ángulos. Se definen así estructuras geométricas y son éstas las autoras de la obra. De este modo, en aquellos años Ferrer construyó diversas piezas. Es el segundo atrevimiento de estas obras: pasan de la maqueta al espacio físico de la sala. Es la arquitectura quien sanciona la obra. Un reto al que las obras de Ferrer responden con solvencia: logran que el edificio hable y que el cuerpo del espectador se sienta interpelado.

En el polo opuesto de estas construcciones geométricas la Instalación con elementos eléctricos. Tres verticales, formadas por aisladores de vidrio superpuestos y en el plano horizontal, el suelo, cables, bombillas, portalámparas, materiales eléctricos de desecho. También esta vez viene a la memoria la obra de otro artista, la instalación de Allan Kaprow que en 1961 llenó una galería de cubiertas de neumáticos desechados. Pero también surge la diferencia. El trabajo de Kaprow tenía mucho de escultura: la potencia del material, el caucho, y la forma geométrica del neumático (el toro) daban a la instalación fuerte prestancia. Ferrer elige de nuevo la sencillez: cables, lámparas, enchufes, portalámparas aluden con tanta nitidez como sobriedad a objetos, silenciosos y útiles, en los que apenas repara nuestra cultura de usar y tirar.

Hay en la muestra un nuevo registro. Otra instalación con protagonismo del vídeo. Sobre un gran mapamundi hay pequeños monitores. Sus imágenes son risas. Cada monitor muestra unos labios que de repente rompen a reir. Con franqueza. Nada de sonrisas. Carcajadas. Hay unos segundos de desconcierto: los que provocan la visión de unos labios en primer plano, aislados del rostro. Después surge la risa, clara y potente. Es una obra en proceso: el espectador que quiera puede grabar su risa y dejarla a la autora que ahora trabaja en una pieza musical arriesgada: la forman la sucesión de esos sonidos, risas, que como el gesto que la acompaña apenas se deja apresar por la palabra porque siempre parece desbordarla.

Las referencias humanas del Mapa de las risas sintonizan con las dos instalaciones dedicadas a la silla. Es un mueble, un objeto, y en sus modalidades más sencillas remite a la geometría: planos verticales debajo y detrás de otro horizontal. Pero a la vez, la silla es una réplica del cuerpo, algo así como su negativo: un recorte del espacio para que el cuerpo repose. Esther Ferrer dispone sillas, en sucesiones horizontales y verticales (llevando a gran escala su estructura geométrica), y en otra sala suspende una silla en el aire sujetándola por haces de cuerdas que forman vibrantes mitades de conos. La pintura negra que cubre muros, techo y suelo del recinto parece subrayar la gloria de uno de los muebles más humildes.

La exposición se completa con una obra que tal vez debí citar al principio porque se títula Entrada a una exposición. Es, en efecto, un corto pasillo, a oscuras y ocupado por completo con guirnaldas de plumas negras que cuelgan de techo a suelo. Ferrer, excelente performer, invita al visitante-espectador a practicar la performance. Cuando se cruza ese espacio se tiene la sensación de estar sumergido. Suspendida la vista, el cuerpo queda sólo a expensas del sentido de la orientación y de la sensibilidad de la piel: se busca la salida mientras las plumas tocan la cara y las manos las apartan para que el cuerpo pase entre ellas. Es una geometría carnal. Porque sin base geométrica no cabría pensar las verticales: las de las guirnaldas de plumas y la del cuerpo entre ellas. Pero esa geometría remite sobre todo a la carne: a su debilidad (se siente, a oscuras, desprotegida) y a su sensibilidad (la que estimulan las plumas).

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