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El poder y el infierno

Biopic, EEUU, 2011, 137 min. Dirección: Clint Eastwood. Fotografía: Tom Stern. Guión: Dustin Lance Black. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Naomi Watts, Josh Lucas, Judi Dench, Jeffrey Donovan, Armie Hammer. Cines: Cinema 2000, Kinépolis, Multicines Centro.

Admiro a Eastwood como actor desde que vi hace muchos, muchísimos años, en un rugiente y abarrotado cine de barrio, La muerte tenía un precio. Lo admiro como director desde que vi Escalofrío en la noche, su primera película, hace la friolera de 41 años. Desde entonces hasta hoy su obra no ha dejado de interesarme. Especialmente a partir de la trilogía western conformada por El fuera de la ley (1976), El aventurero de medianoche (1982) y El jinete pálido (1985) que inició en plenitud una coherente y sistemática indagación de zonas de sombra de la naturaleza humana (soledad, fracaso, ruptura entre padres e hijos, venganza, autodestrucción, profanación de la infancia) que Eastwood ha tratado -y cito sólo las más grandes- a través de historias ambientadas en el mundo del jazz (Bird) o del boxeo (Million Dollar Baby) y del cine de género: negro (Un mundo perfecto, Mystic River, El intercambio, Gran Torino), western (Sin perdón), bélico (Banderas de nuestros padres) o melodramático (Más allá de la vida).

En todas ellas se observa esa constancia en la progresión estilística, y esa coherencia temática que definen a un gran autor. Constancia y coherencia puestas a prueba al abordar la vida -en principio por completo extraña al universo Eastwood- de un personaje tan ambiguo, sombrío, retorcido, ambicioso, astuto, inteligente y grande en sus aciertos y errores; tan útil a su nación como devastador para sus principios, tan contradictorio y complejo en suma, que si fuera un personaje de novela parecería un carácter exagerado.

Se trata de J. Edgar Hoover, durante medio siglo y ocho mandatos presidenciales el hombre más poderoso de la más poderosa nación del mundo: creó y dirigió el FBI desde 1929 hasta su muerte en 1972, convirtiendo las realidades delictivas comunes o políticas contra las que luchó (gansterismo, mafia, terrorismo anarquista, infiltraciones comunistas o nazis) en obsesiones personales; y proyectando sus obsesiones personales (dependencia de su madre, homosexualidad reprimida, paranoica necesidad de control) sobre su actividad policíaca. Fue tan retrógrado en cuestiones morales y políticas como avanzado en la aplicación de la ciencia a la investigación criminal.

Espió a miles de norteamericanos, creando un archivo secreto tan formidable que ninguna personalidad -desde estrellas de cine a políticos o intelectuales- se sintió a salvo de su vigilancia. Los presidentes no pudieron destituirlo, temiendo lo que conocía de ellos. Sabía que la información es poder. Y la utilizó en una democracia con métodos propios de una dictadura.

¿Cómo logra insertar Eastwood a este personaje, tan distante de sus intereses dramáticos, en su coherente universo temático? A través de un buen guión de Dustin Lance Black que elige como eje dramático la compleja personalidad de Hoover y como episodio esencial su intervención en el secuestro del hijo del aviador Lindbergh. Pese a abarcar a través de flash-backs toda su vida profesional, el guión pasa de puntillas sobre los apasionantes años de la Segunda Guerra, la caza de brujas, la Guerra Fría o Vietnam para privilegiar los años 20 y 30: el ascenso de Hoover en el marco de la lucha contra el terrorismo anarquista, el gansterismo y el caso Lindbergh. Volcándose siempre más hacia lo íntimo que hacia lo público. La dependencia de la posesiva madre, admirablemente interpretada por Judi Dench, tiene sombríos toques hitchcockianos que presentan a Hoover como un Alexander Sebastian (Encadenados) o un Norman Bates (Psicosis): un ser atormentado por una relación materno filial enferma. La escena que sigue a la muerte de la madre tiene un desgarro que pasa de lo hitchockiano a lo fassbinderiano. El tratamiento del secuestro del hijo de Lindbergh vincula la película a la temática de la infancia profanada sobre la que Eastwood construyó Un mundo perfecto, Mystic River o El intercambio, todas basadas en secuestros.

Pero el tour de force dramático más impactante está en el enfoque de la homosexualidad del protagonista. En vez de optar por lo fácil, fustigando la hipocresía del puritano que se entrega en privado a lo que en público persigue, convierte a Hoover en una víctima de sí mismo, un ser atormentado por la autorrepresión inducida por una madre que le invita al suicidio en el caso de que no pueda controlar su homosexualidad. Con esta inteligente maniobra, además de enriquecer dramáticamente el relato, Dustin Lance Black -guionista de Mi nombre es Harvey Milk y activista gay- e Eastwood hacen una contundente condena de la homofobia a través del retrato de este homosexual homófobo, especie de Jeckyll y Hyde afectivo-sexual que me recuerda al atormentado inquisidor de Páginas del libro de Satán de Dreyer.

La creación del FBI como eficaz policía moderna; sus inteligentes campañas de imagen a través del cómic, la novela popular y el cine; las cinco décadas de historia americana sobre las influyó como pocos, son el telón de fondo de un íntimo drama que, como sucede en las tragedias shakespirianas, aspira a alumbrar oscuridades de la naturaleza humana sobre un escenario de lucha por el poder. No se trata de una humanización absolutoria del personaje, sino de su utilización como poderosa materia prima dramática. Porque esto es cine, no historia.

El estilo es el de Eastwood. Seco, conciso, eficaz. Este hombre parece filmar en el latín sencillo y directo de César. Di Caprio hace una gran creación como Hoover, especialmente en la versión original: su voz poderosa y honda es prodigiosa. Armie Hammer es un correcto Tolson, el amor platónico de Hoover, sobre todo cuando el látex no le asfixia en su caracterización de anciano (peligro del que Di Caprio se salva por los pelos). Naomi Watts está perfecta como Helen Gandy, la legendaria secretaria del poderoso director del FBI. Y Judy Dench reina, como siempre, en gran trágica.

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