Cultura

Las señoritas viejas

  • Periférica da a conocer la primera novela del inglés C. H. B. Kitchin, un autor nunca antes traducido que describió con gran delicadeza las implicaciones de la soltería femenina

A toda vela. C. H. B. Kitchin. Trad. Laura Salas Rodríguez. Periférica. Cáceres, 2010. 190 páginas. 17,50 euros.

Al margen de los nombres más afamados, bien conocidos en España, la galaxia Bloomsbury alberga muchos otros de los que apenas hemos tenido noticia. Es el caso de C. H. B. Kitchin, que se haría popular como autor de relatos de misterio pero inició su carrera literaria de la mano de Leonard y Virginia Woolf, editores de sus dos primeras novelas: A toda vela (1924) y la todavía inédita Mr Balcony (1925), que vieron la luz en las legendarias prensas de The Hogarth Press. Publicada por Periférica, que anuncia la recuperación de otras obras de Kitchin en los próximos años, esta brillante ópera prima mereció los elogios de la autora de Una habitación propia, que la calificó de "novela portentosa" y vio en ella, sensible como era a todo lo relacionado con la independencia femenina, el retrato certero de "una generación de mujeres que aún no vivían verdaderamente en nuestro siglo".

La protagonista de A toda vela, Lydia Clame, es una treintañera que no se ha decidido a contraer matrimonio. Lleva una vida ociosa y no demasiado apasionante, pero es  inteligente, instruida y celosa de su autonomía. Comparte casa con dos amigas solteras, Mavina Trelawney y Godiva Smith, igualmente mundanas, aficionadas a las fiestas y al dulce no hacer nada que no sea dejarse llevar por las rutinas de la vida social, junto a otras "personillas frívolas" entre las que destaca Jenny Sale, lo más parecido a una "mujer liberada" que dio la época, entre cuyas costumbres licenciosas se incluyen los bailes y la cleptomanía. Lydia no ha mostrado ningún interés por casarse, pero ha llegado a una edad que entonces era comprometedora y para colmo ha cometido la "lamentable locura" de enamorarse de un joven apuesto, Geoffrey Remington, que no le hace demasiado caso. 

El peculiar discurso del narrador refleja menos los actos de la protagonista que sus deseos, lo que de hecho dice, lo que piensa pero no se atreve a decir, lo que vagamente imagina. La tendencia a fantasear es uno de los rasgos de la señorita Clame, una mujer "de imaginación demasiado viva" que se entrega a continuas ensoñaciones, reproducidas por el autor en soliloquios a menudo truncados que pretenden dar idea de su pensamiento desbocado y de una cierta confusión mental, resultado de la combinación de referencias cultas con todo tipo de pormenores domésticos. Es un discurso ingenioso, a veces incluso demasiado ingenioso, que alterna la minuciosidad descriptiva y las refinadas paradojas con diálogos cargados de ironía. Parece evidente que Kitchin aspira, como decía el otro, a ser sublime sin interrupción, en un registro de ligereza wildeana que trata de asuntos muy graves bajo el disfraz de la superficialidad deliberada.

Su personaje representa muy bien la situación de las mujeres -las mujeres de clase más o menos acomodada- a esas alturas del siglo, cuando muchas de ellas tenían claro que no querían asumir el sufrido papel que les asignaba la caduca moral victoriana pero todavía no se atrevían, pues difícilmente les habría sido tolerado, a levantar el vuelo por sí mismas. Ni del todo mojigata ni abiertamente excéntrica, de acuerdo con los términos que ella misma emplea, Lydia repudia las aburridas convenciones de los biempensantes, pero tampoco aprueba los excesos de sus amigas más descocadas. Declara su orgulloso deseo de libertad e independencia, pero teme las consecuencias de una rebelión abierta. Siente la presión y la desconfianza de la sociedad frente a las señoritas viejas, las solteronas, y no es difícil ver que Kitchin, homosexual declarado, se sirve de ellas para expresar sus propias aspiraciones de libertad y su rechazo a los matrimonios de conveniencia.

"Vivir entre cosas bonitas y gente guapa es con seguridad lo único ideal", piensa Lydia, pero todo acaba por torcerse. Cuando el abogado le comunica, con odiosa displicencia, que ha perdido su patrimonio por haber desoído sus prudentes consejos para invertir en fondos especulativos, no renuncia a reconvenirla del modo más hiriente: "aspirar a la seguridad es la primera tarea de una soltera sin expectativas", le dice, sabiendo que esa pérdida la ha dejado completamente desprotegida.

Entonces la historia, merced a un malentendido relacionado con Geoffrey, toma un sesgo dramático que no conviene desvelar. Pero al margen del desenlace, el drama de Lydia tiene que ver con su temor a "la perspectiva de una vejez prematura" y con su incapacidad para conciliar sus aspiraciones de independencia con lo que todos parecen esperar de ella.

Hay también, por último, algo que no encaja en el laudable propósito reivindicativo de Kitchin, como si tampoco él hubiera podido -o querido- separarse del todo de ese viejo mundo de lacayos reverenciales y dignas señoras posvictorianas. Tanto él como sus personajes pertenecían a una cierta clase que, no obstante su propensión al esnobismo, exhibía gustos más bien mesocráticos. Se quejaban retóricamente de las obligaciones de la temporada, pero nunca habrían renunciado a los "modales de salón", al té, los sandwiches y el pan de mantequilla. Es una contradicción que afectó de lleno a los miembros de Bloomsbury, incluida Virginia. Se decían modernos y lo eran, pero no llegaron a prever todas las implicaciones del tiempo nuevo.

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