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El último hombre vivo

Richard Matheson es uno de esos casos excepcionales, por raros, de escritor que ha conciliado sin traumas ni desgarros su doble faceta de literato y guionista. Matheson tiene una amplia y apreciable obra narrativa, además de un extenso currículum como libretista para cine y televisión: su nombre aparece en los créditos de una treintena de filmes. La reciprocidad es completa. Si la literatura le abrió las anchas puertas de Hollywood -en su primer guión adaptó su novela El hombre menguante (1956)-, el cine ha apoyado reiteradamente su carrera literaria y no debemos olvidar que toda adaptación cinematográfica suele dar, siquiera fugazmente, una segunda vida editorial al libro y devolver a la resbaladiza actualidad al padre de la criatura, como ha demostrado la reciente traslación a la pantalla (la tercera hasta la fecha) de su primera y más reputada novela: Soy leyenda, una pieza que participa de la noble tradición gótica norteamericana (con Edgar Allan Poe a la cabeza) y de las fantasías apocalípticas de tanto predicamento durante la Guerra Fría.

Publicada en 1954, Soy leyenda plantea una situación extrema y paradójica. En un futuro inminente, a principios de 1976 -corto nos lo fiáis, debieron pensar los lectores del momento-, una pandemia ha eliminado a la raza humana de la faz de la Tierra; quizás secuela de una guerra bacteriológica, el virus convierte a sus víctimas en vampiros suficientemente ortodoxos: sacian su sed en sangre, huyen de la luz del sol y aborrecen de crucifijos, estacas y ristras de ajos, aunque no les es dado transformarse en murciélagos, lobos o humo. Robert Neville es el último hombre vivo, o uno de los últimos, y sobrevive haciendo acopio de víveres durante el día y atrincherándose en casa al caer las sombras, pues se ha convertido en la potencial presa de las alimañas del vecindario; algunas de ellas, viejos conocidos suyos. Neville no está dispuesto a caer sin presentar batalla y si pasa las noches en vela defendiéndose de los ataques del enemigo, con el sol se dedica a sacarle punta a nuevas estacas, enristrar más ajos, además de destapar algún que otro cubil, y destrozarlo.

La situación es extrema, decía, y paradójica, pues en esa realidad violentada -ésa es la baza del género fantástico: cuestionar lo que calificamos de manera conformista como "normalidad"- Neville se enfrenta a una contradicción de base: si la Tierra está poblada por vampiros, lo común ahora son ellos. O sea, si lo monstruoso es cuanto se sale de la norma, la aberración es él; de ahí el amargo comentario final que da título a la novela: "Soy leyenda", musita el protagonista cuando descubre que los monstruos... le tienen miedo. La revelación es de calado pues Richard Matheson, quizás de manera más intuitiva que calculada, hace de Robert Neville un simple ciudadano medio, un tipo voluntarioso, pero descolocado por los hechos, y atormentado, y endurecido por su circunstancia: una lucha renovada cada día, en soledad y sin posibilidad de éxito. En su traspaso a la pantalla, el relato no sólo ha perdido mordiente, sino que ha visto falseada su moraleja. La última versión, firmada por Francis Lawrence, llega al extremo de hacer una lectura constructiva de una historia esencialmente triste.

La película respeta el planteamiento argumental, aunque pone al día algunos componentes: en 2012, la reacción incontrolada de un virus experimental habrá diezmado la población mundial. Las víctimas del morbo no se transforman en vampiros, sino en unos depredadores noctámbulos y ferocísimos. Nada que objetar. Robert Neville, en un cambio de mayores consecuencias, es un científico que, en medio de esa pesadilla, se desvive en la búsqueda de un antídoto contra el mal, y lo hallará, pardiez, pues es Will Smith quien lo interpreta, sacrificando su vida en el empeño; Neville, aquí, es un héroe en regla. No hay negatividad, sino un mensaje bienintencionado: debemos sobreponernos a la adversidad. La película es más eficaz que sugerente (la capacidad de sugerencia no es virtud de muchos) y no carece de atractivo, pero es una obra mansa. Sucede muy a menudo: las inconveniencias que un libro susurra al oído del lector no pueden vocearse ante plateas atestadas de gente. Que no cunda el pánico.

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