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El valor de las palabras

  • 'Ojos que no ven', la cuarta novela de J. Á. González Sainz, cuenta la vida de un hombre esencialmente honesto que reivindica el cambio de las pistolas por el diálogo

Hace cinco años tuve oportunidad de entrevistar a J. Á. González Sainz, recién incorporado yo a la Università Ca' Foscari de Venecia, viviendo él en tierras italianas desde hacía ya dos décadas. Puesto que escribía (y escribe) para el mercado español, se me ocurrió preguntarle cómo se construía una "carrera literaria" desde la distancia. Me contestó que no tenía el mínimo interés en construir nada semejante, lo cual es verdad, pues en veinte años ha dado el visto bueno únicamente a cuatro libros: Los encuentros (1989), Un mundo exasperado (1995), Volver al mundo (2003) y, ahora, Ojos que no ven. A González Sainz no le interesa hacer "carrera literaria", sino algo infinitamente más digno, difícil y, a la larga, perdurable: una obra literaria. No es una simple cuestión terminológica; hablamos de una diferencia abismal e incolmable. "Hay un tipo de escritor que no busca público, sino lectores", me dijo entonces. Un tipo de escritor, como él, ajeno a los saraos y chanchullos tan comunes en el mundillo, y preocupado, como él, por llevar a cabo este trabajo de manera coherente y honrada.

Esta honradez y coherencia, además de exigírselas a sí mismo, son temas recurrentes en su narrativa. Ojos que no ven cuenta la vida de un hombre esencialmente honesto, Felipe Díaz Carrión, y la de los suyos. Tras la quiebra de la imprenta local en la que había estado trabajando desde los veinte años, a los cuarenta Felipe tiene que coger carretera y manta, que se dice, e irse al Norte, al País Vasco, "a uno de esos grandes pueblos industriales de una de las verdes y neblinosas cuencas guipuzcoanas", nos dice el libro. Felipe encuentra empleo en una fábrica de productos químicos; sus pretensiones son las de cualquier persona humilde, que no le falte de nada a su familia y hacer bien lo que le ha tocado hacer. No todos tienen tan nobles metas. Al crecer, su hijo mayor empieza a comulgar con movimientos nacionalistas radicales, de ésos que continuamente ven un facha en los demás, de ésos dispuestos a secuestrar a gente, incluso a matar a gente, para imponer un proyecto independentista. También su esposa entra en estas aguas turbias, y Felipe se va quedando solo, sólo con el apoyo de su hijo menor, preguntándose en qué se ha equivocado.

Frente a estas ideologías que, para hacerse oír, deben recurrir al terror, González Sainz reivindica el diálogo social. Frente a las pistolas, palabras. Ojos que no ven denuncia qué entorpece dicho diálogo: la indiferencia reinante, la insensibilidad hodierna, ese mejor no ver para evitar que las cosas nos salpiquen. El diagnóstico es inapelable. Esos ojos que no ven pertenecen a corazones que no sienten, y difícilmente se edificará una sociedad civil (y civilizada) sobre tales postulados. Hay un hondo disgusto con el tiempo presente en González Sainz, con todo lo fatuo del tiempo presente, con la grosera mediocridad de hogaño, seguramente no mayor que la de antaño -nadie sostiene aquí ese sospechoso axioma de que todo tiempo pasado fue mejor-, una mediocridad no menos nefanda que la de antaño, decía, pero con toda probabilidad mucho más ostentosa y estentórea que la de ayer (en ciertos ámbitos, hoy, cabe hacer gala de nuestra ignorancia y recibir aplausos por ello).

En consonancia con esta visión de las cosas, González Sainz propone una escritura "inactual". Una escritura que requiere una lectura pausada, reflexiva, atenta al fluir del pensamiento, al irse del tiempo, al persistente goteo del recuerdo. Una escritura muy sazonada, con un regusto añejo, en donde late una antiquísima preocupación por las palabras, por su significado: "Las palabras son como el canto de los pájaros [...]; cada cual se expresa de un modo como cada pájaro canta también a su modo, y por ellas, como por el canto, sabes de quién se trata y lo que se barrunta". González Sainz está convencido asimismo, y Ojos que no ven es una muestra palmaria de dicha convicción, de que el libro, el buen viejo libro, sigue siendo un espacio propicio para el debate y custodio ideal de esos saberes que corren el riesgo de perderse.

También en esto estamos de acuerdo.

J. Á. González Sainz. Anagrama. Barcelona, 2010

Berta Marsé Anagrama Barcelona, 2010

Rafael Chirbes Anagrama Barcelona, 2010

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