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Un violín embrujado

anne-sophie mutter

Programa: 'Sonata para violín y piano en la mayor, op. 100', de Johannes Brahms; 'Sonata núm. 10 en sol mayor para violín y piano, op. 96', de Ludwig van Beethoven; 'Sonata para violín y piano en si menor, P 110', de Ottorini Respighi; 'Tzigane, rapsodia para violín y piano', de Maurice Ravel. Lugar y fecha: Palacio de Carlos V, 2 de julio de 2015. Aforo: Buena entrada sin llegar al lleno.

Cuando me he referido, en la larga historia comentada del Festival, que sólo las grandes figuras, las obras mejor interpretadas y los conjuntos más importantes marcan los 'Momentos estelares' que quedan en la memoria de los que se han acercado hace tiempo, o se acercan ahora, a estas convocatorias, podemos actualizarla con la actuación de la violinista Anne-Sophie Mutter, en estrecha colaboración con el pianista Lambert Orkis, en un diálogo vibrante que sólo se escucha en pocas ocasiones. El violín stradivarius de Mutter tiene que estar embrujado -permítanme la licencia, ahora que celebramos el centenario de otro Amor brujo- cuando es capaz de emocionarnos con la misma intensidad desde una Sonata, de Brahms -que se inició un tanto titubeante en la conjunción sonora con el piano-, al regalo final de una danza húngara, pasando por Beethoven, Redspighi y la rapsodia Tzigane, de Ravel.

Aquella casi adolescente prodigio que cautivó a Karajan, con su virtuosismo espectacular, ha madurado y, por ello, creo que sus interpretaciones han ganado en profundidad, aunque tengamos las referencias de su amplia y rica discografía, bien en recitales o con las mejores orquestas y directores del mundo. Porque si con Karajan 'aprendió' a darle alma a la música y a extraer todas las posibilidades sonoras que un instrumento puede ofrecer, con Barenboim, Mehta y tantos otros que tienen la inteligencia de dar libertad al intérprete y no encorsetarlo -quizá por ello ha manifestado en alguna ocasión la tiranía de Celibidache- ha podido extender su talento y su personalidad.

A estas alturas no vamos a descubrir su sonido aterciopelado, acariciante, en suprema intimidad cuando es preciso -caso del apasionante Andante tranquilo, de la Sonata para violín y piano en la mayor, op. 100, de Brahms , de las tres que compuso, o el hermosísimo adagio expresivo, de la Décima en sol mayor, op, 96, de Beethoven, la última del ciclo, tras la popular Kreutzer-, ni tampoco cuestionar la vitalidad y limpieza de su técnica, capaz de los contrastes más sorprendentes, sin roces ni titubeos, recreándose en la construcción de sonidos increíbles, en trinos, armónicos, en pasajes dramáticos o suntuosos.

Pero si Brahms, Beethoven e incluso Respigui ofrecen, con sus naturales diferencias, pruebas para lograr no ya el lucimiento virtuosista y muestras de una perfección que, por sí sola podría ser insípida, como decía lord Byron; cuando sobre todo ese entramado resplandece el mundo comunicativo en su desnudez, en un diálogo, primero con el compañero, el piano perfecto y absolutamente unido a la idea expresiva, de las manos de Lambert Orkis, y después, el más importante y directo con el público, se produce el milagro que sólo los grandes intérpretes pueden lograr.

El veterano crítico recuerda -la nostalgia siempre es positiva, si a la memoria acuden cosas bellas- otros recitales en este Palacio, junto con el mítico de los Arrayanes, de Richter, Barenboim, Norman, Caballé y un largo etcétera. Y a ese recuerdo habrá que sumar el de la noche de Anne-Sophie que, después de tantas sutilidades, fraseos románticos, diversidades extraídas de su violín mágico, nos arrebató con el vigoroso Tzigane (Gitano), la rapsodia de Maurice Ravel, escrita en principio para violín y luthéal, instrumento que podía alterar el color de las notas. La sustitución por el piano o la orquesta, es la que acabó imponiéndose.

En esta sucesión de improvisaciones, con las que autor quería extraer la médula de los gitanos de la Europa Central -Hungría y República Checa- , el espectador y oyente se siente arrebatado por esa cadencia solitaria del violín, extrayendo, en sus máximas dificultades, el temperamento inquietante y revelador de la estampa exótica de la que tanto gustaba el francés. Increíbles giros de arco, sobre notas dobladas, temas que se suceden o superponen, vibración apasionada, a la que al final acaba sumándose el piano, en un diálogo sensual y desenfrenado.

Magistral interpretación de Mutter, con el apoyo fundamental de Orkis. El público aplaudió y ovacionó justamente y los obsequios se sucedieron hasta terminar, en ese espíritu de exaltación de un violín mágico, capaz de interpretar cualquier música, como la elocuente del tango, que la alemana no ha desdeñado cuando se ha acercado a Piazzolla y sus amigos y a otros compositores americanos, con preferencia al espacio de la negritud -Porgy and Bess, de Gershwin- o a las cadencias populares del sur del nuevo continente.

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