Cantaron Els Segadors, gritaron "Visca Cataluña", se abrazaron efusivamente y quitaron la bandera de España de la sede del Parlamento, pero a la proclamación de la independencia le faltó aquello que es indispensable en los actos importantes, los actos que pasan a la historia: grandeza. Los grandes personajes, los personajes que infunden admiración, los personajes capaces de tomar decisiones que cambian la sociedad, tienen en común que provocan respeto incluso en quienes no comparten sus iniciativas. Por el valor en llevarlas a cabo, por el coraje con que se enfrentan a sus adversarios, por la valentía para dar la cara por aquellos que les apoyan. Todo lo contrario de lo vivido en el Parlament catalán: los diputados ni siquiera se atrevieron a hacer público su voto, sino que decidieron hacerlo secreto para no verse obligados así a asumir las responsabilidades de su acción. Eso se llama cobardía.

Las consecuencias políticas de la DUI no son preocupantes, las sociales son tan graves que a Puigdemont se le pasará factura en algún momento, en cuanto se acabe la euforia irredenta e irresponsable. Esa ruptura social generará situaciones difíciles de convivencia generará situaciones difíciles de convivencia que traspasarán las propias fronteras de Cataluña.

Puigdemon y todos los que le secundan son una desgracia para Cataluña y para toda España. Pero los catalanes serán los que más sufran las consecuencias de sus disparates. España, gracias a quienes defienden con uñas y dientes la legalidad y la Constitución -gracias infinitas- saldrá adelante. Triste, pero adelante. Los que empezarán a sufrir ya, desde ahora mismo, las consecuencias de la independencia impuesta contra la ley y a golpe de estelada serán los catalanes. Incluidos los que defienden la independencia y enarbolan la estelada.

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