Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

Acoso en la red

Los más peligrosos crean una identidad falsa que les permite decir lo que nunca dirían si alguien pudiese identificarlos

Facebook me asombra. Hay amigos que muestran fotos de hace 30 años y me pregunto si lo hacen porque se identifican más con esa imagen repleta de juventud y esperanzas que con el rostro surcado de arrugas y frustraciones que les devuelve el espejo. Otros, discretos, se esconden tras sus mascotas. Otros se mueren para siempre, pero siguen con la página abierta, recordándonos que somos "el fantasma del muerto que seremos" y provocando que algunos despistados les feliciten los años no cumplidos, o que aquellos que los quisieron les depositen en su muro una frase con el mismo sentimiento del que lleva flores al cementerio. Otros cuelgan noticias de diversos medios y sólo leen lo que publican sus amigos virtuales, convencidos de que el periodismo más libre e interactivo se encuentra en las redes. Otros se desnudan y exhiben sus inclinaciones ideológicas, los conciertos a los que acuden, las películas que ven, las conferencias que oyen, la vida que viven para después relatarla. Otros son monotemáticos y sólo publican poemas, o escenas de gatos, o canciones que colmaron su biografía. Otros, tímidos, se tornan agresivos o procaces. Otros ven como sus relaciones virtuales se multiplican a medida que menguan las reales. Y otros, los más peligrosos, crean una identidad falsa que les permite decir lo que nunca dirían si alguien pudiese identificarlos. Es el caso de mi acosadora, la primera persona a la que he dado de baja y negado la palabra electrónica.

Mi acosadora es una señora que se hizo amiga y se enamoró de mí sin haberme visto jamás. Empezó llamándome "mi niño precioso", pese a que voy camino de los sesenta; me bautizó después como su "torito negro", lo que me provocó temor y temblor de piernas; averiguó más tarde cuando entraba y salía de Facebook y me agobió con mensajes picantones al amanecer, al anochecer y a la hora de la siesta; y acabó sufriendo un ataque de celos y maldiciendo a mi amante, la viuda de un escritor con un hijo de treinta años que quiere quedarse con mis derechos de autor y a la que aún no tengo la suerte de conocer. Me tenía tan desquiciado como aquella señora a la que le presentaron a un viejo amigo de su marido y farfulló atropellada: "Pues los amigos de mi marido son mis maridos". Ahora me persigue por Facebook, por Twitter y por email con una violencia sentimental inaudita. Y les pide a mis conocidos que medien para que vuelva con ella. Todo es falso, menos sus celos. ¡Socorro!

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