Reloj de sol

Joaquín Pérez-Azaústre

Afganistán

AMANACE la luz de Afganistán. Dos soldados españoles muertos en un atentado suicida contra un convoy en Herat son una destrucción de cualquier optimismo matutino, de cualquier lunes con energía de lunes. Iniciar así la semana, con los nombres de Rubén Alonso Ríos y de Juan Andrés Suárez García, nacidos en 1978 y en 1967, pertenecientes a la Brigada Ligera Aerotransportable, destinados en el Este de Afganistán desde hace varios meses, es una inyección de crudeza probable, una bocanada de aire turbio que nos nubla los ojos y nos los llena de humo, de un hedor de cenizas y de desvarío rotundo, porque todos los días nos llegan las noticias de este goteo continuo de la muerte en este territorio montañoso, inhóspito y sangriento, y solemos escucharlas con la distancia estable de una aceptación de un estallido demasiado lejano.

Ahora, el estallido ya no es tan lejano, y hasta nos ha reventado los tímpanos del lunes, y nuestra digestión de un domingo de aplomo. Ahora, sabemos que mientras un convoy del Ejército nacional afgano regresaba a su base en Camp Stone, tras unos ejercicios de instrucción, una furgoneta podrida de explosivos y conducida por un suicida se estrelló contra uno de los vehículos. Ahora, recordamos lo que antes ya sabíamos, que hay una guerra en Afganistán y que España forma parte de esa guerra, con un despliegue autorizado de 778 efectivos en la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad, la misión de la OTAN en Afganistán. Hace más de un año desde el último ataque en territorio afgano con bajas españolas, en septiembre de 2007, con dos víctimas, de un total de 87 militares españoles muertos desde nuestra llegada a Afganistán en 2002, aunque no podemos ignorar que, de este total, 62 corresponden al accidente del Yak-42, que sobrevolaba Turquía con las tropas de regreso.

Es una guerra, y como tal conlleva un coste duro y doloroso de tejidos y sangre, de esperanzas y barro. Sin embargo, la única diferencia con la guerra de Iraq no es sólo la legitimidad otorgada por las Naciones Unidas, sino también la ausencia de petróleo. Al menos en teoría, en Afganistán sólo se nos perdió Bin Laden, que aún no ha aparecido, y que probablemente no aparecerá; eso, y un gobierno talibán que era una amenaza para la estabilidad del mundo y para su integridad moral. Sin acabar esta guerra, ya de por sí imposible y rocosa, unos cuantos listos se empeñaron en meternos en la otra, y ahora quedan dos heridas terribles sin cerrar. Ni justicia infinita ni libertad duradera: ningún lema nos sirve ante el desastre. Los talibanes siguen pateando y no se ha sacudido al integrismo. El terrorismo vive, y aún colea, seguramente con más fuerza que antes, y mientras nuestro impuesto de sangre democrática va abonando una tierra miserable.

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