la tribuna

Antonio Montero Alcaide

Ahmed en la piscina

HAY sorpresas más o menos cotidianas que alegran el curso de los días cuando su signo es ufano. Y sorpresas desmedidas, llegado el momento en que la oportunidad, las más de las veces esquiva, pone ante los sentidos lo que la vida nunca permitió antes. Este es el caso de Ahmed, que saludó las primeras y polvorientas luces del mundo en un inhóspito rincón del universo hecho tan al duro rango del desierto como a un trazado de fronteras insensato.

A sus nueve años, no ha conocido otro paisaje que el desierto, ni meteoros muy distintos a las tormentas de arena, ni cobijo más firme que un refugio volandero, ni provisiones más sobradas que las de la subsistencia, ni diversión alternativa a la de dar patadas a un balón con abolladuras. Ni urbanismo más consolidado que el de un campamento, ni expectativas más fuertes que la desesperanza, ni luces alegres en sus ojos por el júbilo de un regalo. Ni la mayúscula y salada desmesura del mar, ni el agua sobrada de los grifos, ni el misterio arbolado de un parque, ni el delicioso sabor de los helados, ni la primera y extraordinaria impresión de la piscina, ni flotar en el agua, ni dar saltos pletóricos para que su cuerpo enjuto estrene la inimaginable experiencia de sumergirse, ni saber que tiene que cerrar la boca para no tragar el agua cuya abundancia le ensimisma.

Ni una cama bien dispuesta, con almohadones suaves, colchón firme y sábanas primorosas, ni un frigorífico a su alcance, ni una televisión con mando a distancia, ni una parafernalia tecnológica con la que no tarda en familiarizase, ni un idioma que en pocos días ya habla con desparpajo, ni una pandilla de amigos nuevos ante los que se siente protagonista, ni una seguridad del cuidado, de tener previstas las contingencias con recursos a mano. Ni un destino, al cabo, que le ha sido favorable por la confabulación de las circunstancias.

Cuenta ya con años la acogida que muchas familias prestan para que, en los meses de verano, chavales que reparten sus días penosos en las destemplanzas de los campos de refugiados en el Sahara puedan abrir sus ojos a otras luces del mundo y reponerse de las carencias y enfermedades que acarrea esa vida ingrata. Y muchos son, asimismo, los relatos que traen causa de esa acogida porque distintas son también las vicisitudes y el nuevo curso de la cosas, cuando tanto cambia el signo de las condiciones y de las oportunidades. No pocas veces, muchos de esos niños permanecen con las familias de acogida, acceden a distintas enseñanzas y completan una formación que les capacita, aun con las dificultades generales, para alguna posibilidad de empleo o de continuidad de estudios. Esto es, se afincan en cierta manera, pero sin desvincularse de su tierra, por apesadumbrada y árida que resulte, de sus modos y costumbres, de su familia y su gente; con la rúbrica, sí, de una sonrisa vital que alumbra sus gestos.

Pero en la decisión de la acogida siempre late una ambivalencia. De una parte, los innegables beneficios para los niños que pueden acceder a ella, porque en cerca de dos meses de vida más cuidada y atenciones específicas para su salud se constatan mejoras significativas con las que poder afrontar, en alguna medida, las limitaciones del regreso. Pero éste funciona, por otra parte, como encrucijada, porque es tan extremo el cambio de las condiciones cotidianas, tan brusco y rápido el salto, como para que el disfrute extraordinario del tiempo de acogida quede reducido a un sueño que se escapa de las manos como un anhelo imposible.

Sin embargo, la decisión de acoger casi siempre se dirime con un criterio cierto: los niños aprovechan las oportunidades y pueden afrontar los cambios porque aprenden y crecen, día a día, con las lecciones de experiencias que para ellos casi siempre resultan nuevas y primeras. Y si bien es cierto que las familias viven un desgarro particular con la marcha del niño que han tenido a su cuidado, también lo es que no caen en el desapego porque, con los fuertes lazos del afecto, con la expectativa del reencuentro, mantienen el contacto, la colaboración, la ayuda y hasta viajan para conocer de primera mano a los padres y los enclaves de su vida diaria. Y esta humanitaria generosidad de las familias de acogida merece un reconocimiento expreso porque en muchos casos también conlleva esfuerzos y sobreponerse a dificultades que igual no animaban al compromiso.

Por eso, recordar las expresiones en el rostro de Ahmed, a pocos días de su llegada, ante la piscina que deslumbró sus ojos e hizo escapar de su boca el sobresalto de las sorpresas ingentes; constatar cómo el miedo y la reserva daban paso a una plena y nerviosa felicidad, son una forma de tenerlo ya siempre de alguna forma cerca, aunque el desierto se ponga de por medio.

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