La corrección política, hoy omnipresente, nos está conduciendo a una realidad francamente irrespirable. Siendo, como es, un fenómeno mundial, curiosamente encuentra entre los españoles -un pueblo otrora tenido por individualista y rebelde- su más devota y disciplinada parroquia. En pocos lugares como aquí, campan por sus respetos los santones y predicadores de la nueva moral, constantemente dispuestos, si osas rechazarla, a arrojarte a los infiernos. Aumenta exponencialmente el número de asuntos que gozan de doctrina oficial y, en consecuencia, respecto de los cuales no hay margen para la heterodoxia. La libertad de expresión, un derecho que paradójicamente ya sólo opera en un sentido, muta peligrosamente en libertad de adhesión. Repare el lector en cuantos lances tiene que callarse lo que verdaderamente cree y piensa, so pena de ser considerado un reaccionario, un ultraderechista de mierda, un facha al servicio del capitalismo ruin. Medir las palabras, dichas y escritas, se está convirtiendo en exigencia ineludible si no se quiere recibir la descarga cerrada de la milicia progresista.

Y es que esto, el progresismo, quizá mejor la progresía, ha logrado imponer sus férreos códigos. Dueños siempre de la verdad absoluta, inflexibles cual victorianos redivivos, vigilan y fulminan permanentemente cualquier movimiento incontrolado. No importa que ellos mismos adoren el dinero más que tú, ni que roben, mientan, insulten o manipulen con una facilidad para ti desconocida. Si perteneces a la cofradía, todo te será justificado, perdonado y hasta ensalzado. Si, por contra, te apartas de su hermético universo, eres hombre muerto.

De todos los calificativos que cabría adjudicarles -dogmáticos, demagogos, totalitarios, hipogritas- el que más interfiere en mi cotidianidad es el de paternalistas. Asombra y asusta el ahínco con el que, desde su crónico complejo de superioridad, se empeñan en dirigir hasta el más mínimo detalle de las vidas ajenas. Se arrogan la potestad de decidir qué es lo mejor para nosotros y encima están convencidos de que les debemos un favor. La masa es idiota, descuidada, pueril, y a ellos les corresponde ilustrar y corregir la estulticia mayoritaria.

Miren, no me queda tiempo para malvivirlo al dictado. No fue para esto, además, para lo que tantos lucharon. Que se queden, pues, con ese futuro suyo opaco y uniformado. En lo que me toca y mientras pueda, jamás lo aceptaré como el mío.

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