Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Cervantes y las posverdades

A su manera, sibilinamente, con una ironía sabia, Cervantes luchó contra el fanatismo, los catecismo y los argumentarios

Escribir en castellano, después de Cervantes, siempre ha supuesto un riesgo. Al que, según he podido comprobar en la pasada Feria del Libro, han hecho frente miles de escritores. Sin miedo al ridículo. Cervantes no es la perfección, sin duda, ni siquiera para el mismo Borges. De su forma de escribir decía el argentino "no hay una de sus frases revisadas que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo, así incriminado, el texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué". Y sin embargo ahí está el Quijote. La ironía. El humor, el descreimiento inteligente y cauteloso que le permiten verle el culo al mundo. Su lucha contra las verdades absolutas, que hoy llamamos posverdades. O sea, las mentiras de siempre, esas que unen a millones de personas de todo el mundo que no se conocen de nada. Su ironía inaugura el arte contemporáneo. Porque, como dice el poeta Pavese, si el arte antiguo era religioso, el moderno, necesariamente, ha de ser irónico. Desafecto con todos y con todo. Para salirse de los carriles del fanatismo, de los catecismos y de los argumentarios. Hoy Cervantes estaría en los juzgados, acusado de irreverente o de faltarle al respeto a las mentiras nada respetables que vienen produciendo tanto dolor y tanta muerte y tanta cohesión y tanta seguridad y tanto dinero. Saldría absuelto, claro; si no lo pescó la Inquisición, no lo iba a atrapar la miserable Ley Mordaza, redactada para blindar las posverdades. Pudo Cervantes dejar caer, en el prólogo del Quijote, sobre el obispo de Mondoñedo el estigma de putañero, de forma tan sibilina que muy pocos lo advirtieron. Y pudo certificar la muerte de Quijano, el Bueno, sembrando dudas sobre "el relato católico" de la salvación eterna que nos cuenta que, al fenecer, alguien almacena nuestro espíritu hasta el día del Juicio; con sólo esta frase: [Don Quijote] "dio su espíritu, quiero decir que se murió". Muerto total y para siempre. Otros méritos de Cervantes es haber hecho de Dulcinea, una mujer sencilla y tosca, una de las mujeres literarias más hermosas, adelantándose siglos a los programas televisivos, en los que entras adefesio y sales divino. A él le debemos, también, el haber descubierto ese recurso narrativo tan eficaz, del que han echado mano tantos guionistas de películas y de series, como Luz de Luna, y que consiste en poner a un hombre y a una mujer a trabajar juntos, sin consumar. Eso lo hizo en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, sapientísima novela de vejez, en la que los protagonistas recorren juntos miles de kilómetros, deseándose, sin tocarse. Cervantes también fue de los primeros novelistas que quiso vivir de su oficio. Pero no siempre lo consiguió. Algo habitual, hoy en día.

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