Cielos

Leemos sobre la visión del mundo que tenían los antiguos y conmueve el relato de sus logros y desvaríos

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, pero los avances no siempre reales en los que basan su ideología los muy progresistas partidarios del optimismo antropológico no nos han hecho fundamentalmente distintos a las incontables generaciones que nos precedieron en la afanosa historia de la humanidad. Leemos sobre la visión del mundo que tenían los antiguos y conmueve el relato de sus logros y desvaríos, las intuiciones que sostuvieron sin evidencias empíricas y esa arrojada disposición que los llevaba a suplir con el vuelo de la imaginación la falta de tecnología o conocimientos objetivos. En todos los pueblos de la Antigüedad, los egipcios o los babilonios o, asimismo, los griegos, fue la astronomía la primera de las ciencias en hacer su aparición, no todavía emancipada de la religión o del mito pero capaz de aportar, aunque ligada a cosmovisiones fabulosas en las que los dioses y los héroes convivían o incluso alternaban con los mortales, mediciones y modelos geométricos sorprendentemente precisos que sólo fueron superados a partir del Renacimiento. De la pervivencia del imaginario clásico da cuenta la hermosa frase cifrada con la que Galileo encubrió su descubrimiento de las fases de Venus: Cynthiae figuras aemulatur mater amorum, esto es, la madre del amor (Venus) imita las formas de Diana (la luna), de donde el toscano dedujo una nueva confirmación de que el planeta rotaba alrededor del sol, conforme a la recuperada teoría heliocéntrica que Copérnico había tomado de Aristarco sin apoyarla, como haría su sucesor, en la observación directa.

Cuando nuestros antepasados miraban el cielo, ese cielo negro e incontaminado que ya no es posible observar con nitidez en las ciudades, pero sí por fortuna en el campo o en los grandes espacios libres de luces, donde todavía la bóveda conserva su magnetismo hipnótico, veían y no veían lo mismo que nosotros, que aun sabiendo mucho más que ellos de los arcanos del universo sentimos un asombro semejante, entre la admiración y la reverencia, al que debieron de experimentar los primeros homínidos. No hay ya el éter, las revoluciones perfectamente circulares o el fuego central de los pitagóricos, pero el contraste entre la recurrencia de los ciclos o la inmensidad del tinglado celeste y la ínfima porción de tiempo que corresponde a una vida humana sigue siendo tan claro como cuando quienes no disponían de telescopios o ingenios espaciales celebraban la armonía de las esferas. Seguirán los astros su curso incesante cuando seamos, como escribió Horacio, polvo no más y sombra perpetua.

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