Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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La Corona al congelador

El infierno, para los habitantes de la península arábiga, es una pura llama. Para Dante, es una auténtica nevera

La censura ha vuelto, parece que para quedarse. De aplicarla se encargan los jueces con las herramientas que el legislativo les ha dado. La autocensura es un efecto inevitable. No siempre malo, porque agiliza el ingenio. Quemar al Rey en efigie ha tenido sus consecuencias. Intento sortear, prudente y humildemente, la cárcel y la ruina, cuando escribo, pero me resulta inevitable, al ser republicano y considerar un sindiós la monarquía, como concepto, seguir desnudando al emperador, sin recurrir al soplete o al lanzallamas. Dejarlo en cueros delante de sus súbditos, sin incurrir en reproche penal.

Para ello hay que renunciar al fuego, usado como azote en las llamadas religiones del libro, surgidas en zonas desérticas de Arabia, donde el calor es abrasador. El cielo para esas religiones se parece a un oasis o a un florido pensil. Para que los pueblos sean buenos, el Señor, por medio de los profetas, les promete un cambio climático radical: "Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en estanque y el yermo en fuentes de agua" (Isaías, 41, 18). Y el infierno es, como los montes gallegos en verano, una pura llama. En este escenario, el imaginario colectivo considera que lo peor que le puede pasar a uno es que lo quemen, aunque solo sea en efigie. Hay, pues, que olvidarse de las llamas, si queremos esquivar la censura; recurramos al hielo para mostrar nuestra repulsa. Según Dante, los réprobos son arrojados a lo más profundo del infierno, una sima abocinada con escalones donde sentarse para no tener que estar toda la eternidad de pie. Y allí se les martiriza no con fuego, sino con hielo. Tiritones sin fin para los malos.

Los alemanes, hijos del fuego, quemaron a millones de personas, en sus hornos. Pero Stalin prefirió el hielo para matar de frío en las estepas siberianas a millones de rusos. Si no nos gusta la monarquía, no quememos estampas y fotos de los reyes, metámoslas en el congelador de nuestra nevera. A 18º grados bajo cero. En las manifestaciones, podemos utilizar las mismas urnas transparentes de las votaciones para que se vean bien. Con unos cubitos de hielo, nos pueden durar sin estropearse lo que un quilo de merluza congelada. Y luego, otra vez a la nevera. Hasta la próxima algarada.

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