DESDE hace un mes vivo en Pensilvania, un estado americano que fue fundado en el siglo XVII por una secta de disidentes religiosos -los cuáqueros- que no creían en las iglesias ni en los reyes. Los cuáqueros eran pacifistas, frugales, aborrecían el alcohol y el juego y creían en una especie de democracia directa que controlaba de forma estrecha a los representantes de la soberanía popular. Ahora casi no quedan cuáqueros, pero sus huellas se ven por todas partes: los edificios públicos son muy modestos, comprar una cerveza es una operación bastante difícil y alguien que presente indicios de intoxicación alcohólica en una vía pública puede ser encarcelado de inmediato (y peor aún, es encarcelado de inmediato).

No es que me entusiasme vivir aquí, y desde luego me molesta la obsesión por vigilar el consumo del alcohol, pero hay momentos -sobre todo cuando tu comunidad autónoma ha solicitado el rescate al Estado central porque no puede pagar sus deudas- en que uno desearía vivir en una austera sociedad de cuáqueros. El otro día estuve en una oficina de la Seguridad Social, y acostumbrado como estoy a las formas suntuosas de nuestra arquitectura civil, me costó creer que aquella diminuta oficina decorada como un expositor de Ikea fuera una dependencia del gobierno federal. Y lo mismo puede decirse de los juzgados y edificios gubernamentales que he visto: son tan modestos y tan poco llamativos que la mayoría de cargos de la Junta se negaría a trabajar en ellos.

Y ahora nos toca pagar las consecuencias, claro está. Yo no sé si la gente recuerda la época en que la Junta y las diputaciones y los ayuntamientos empezaron a comprar palacios y monasterios y edificios de gran valor arquitectónico, para ir convirtiéndolos en las sedes de su profusa y siempre creciente administración pública. Por supuesto que había que rehabilitar unos edificios que formaban parte del mejor patrimonio histórico, pero me pregunto si Andalucía tenía medios económicos suficientes para pagar esa inversión, y si su economía real estaba en consonancia con esos grandilocuentes gastos suntuarios. Y también me pregunto si nuestra clase política, al hacer aquello, no estaba imitando las peores costumbres de nuestra vieja aristocracia y de nuestro viejo caciquismo, y lo que es peor, si no estaba repitiendo sus mismos vicios a la hora de gobernar a base de regalitos y subvenciones, en vez de hacer lo posible por crear una economía dinámica que no se fundase en la riqueza ficticia que venía de los fondos europeos y de los créditos a fondo perdido. Y me lo sigo preguntando ahora, mientras contemplo desde mi casa los edificios de esa austera arquitectura civil que crearon los cuáqueros cuando fundaron Pensilvania.

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