Destiempo

Algo dicen esos borrosos retratos donde individuos anónimos parecen amigos de toda la vida

Buscamos en las fotos o las películas de décadas pasadas la vida antigua de las ciudades, no sólo el caserío anterior a la destrucción de los núcleos urbanos sino también los rostros, los oficios, la forma de vestir o de conducirse de la generación de nuestros abuelos o de sus ascendientes. No son el arte ni los modelos, no son los actores ni la trama ni la calidad del guión o de la realización lo que nos interesa, sino el paisaje de fondo, los escenarios casuales o en particular los transeúntes, todo lo que permanece ajeno al objetivo pero ha quedado apresado por una tecnología que sigue moviendo al asombro. La actual inflación de imágenes no les ha restado valor, sino al contrario, ha teñido esos testimonios fugaces e indeliberados de una significación excepcional que produce en ciertos espectadores un efecto magnético.

No sabríamos explicar por qué nos seducen las escenas del tiempo viejo ni qué hay en ellas, aun si muestran situaciones poco o nada atractivas, que provoque semejante fascinación, pero lo cierto es que esta se diluye cuando aumenta la familiaridad -o sea la cercanía- con el momento reflejado. Nos recordamos obsesionados desde niños con las paradojas asociadas al inconcebible viajero de Wells o las fantasías ucrónicas como la que proponía aquel maravilloso relato de Bioy Casares donde el protagonista accede a un universo paralelo o alternativo en el que, siglos antes de la Era, fueron los cartagineses quienes vencieron a los romanos, episodio remoto cuyas consecuencias se percibían desde el presente a través de mínimas variaciones reveladoras. Pero los libros, que pueden tanto, sólo permiten ver en sentido figurado.

Experimentamos a menudo ese destiempo del que hablaron los exiliados, la sensación de habitar una época -una realidad, pues la extrañeza se proyecta asimismo a la geografía- que no es o no es del todo la nuestra. Hay un grado cero del arraigo llegados al cual, aunque nos afanemos como de costumbre, parece como si las cosas le sucedieran a otro o las viviera alguien que teniendo los mismos rasgos, la misma voz, los mismos recuerdos, es de algún modo una persona distinta, sólo en parte coincidente con la que sigue respondiendo por nuestro nombre. No se trata exactamente de la impresión, tan enigmática, de lo ya visto o vivido, sino de la rara conciencia de pertenecer a un mundo que no se conoció y al que sin embargo, en virtud de secretas afinidades, estamos vinculados por una corriente de simpatía. Algo dicen esos borrosos retratos donde individuos anónimos parecen amigos de toda la vida.

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