LA nostalgia es un virus latente, no un mal pasajero. Un herpes del alma que se aletarga un tiempo y rebrota en mala hora dejándote en la cara o en el ánimo señales de un desastre en el más inoportuno de los días. En ese, sobre todo, en ese en que conviene tener la cara limpia y el alma de buen ver porque igual vas a votar o al cine.

Ya sé que no es lo mismo.

Una calentura decía la gente antes, y será por eso que se despiertan los virus tras la primavera y me provocan brotes de melancolía que me dejan el alma llena de pompitas como el plástico de envolver las cosas frágiles. No siempre es en verano cuando me puede la ensoñación del tiempo y me abandono al consumo de la melancolía, esa dulce droga que mezclada con el calor de junio, empieza a requerir atención médica, que ya se sabe lo malo que es mezclar y si pasa con las bebidas, qué no pasará con los estados alterados del alma o la conciencia.

Por eso, es mejor no provocar en junio y menos en Granada, esta ciudad que convierte en cotidiano lo que parece sacado de un viaje onírico de Randolph Carter y que eso me pareció a mí Rajoy en el Albaicín el otro día, un viaje onírico poco cotidiano, aunque algo melancólico.

Pero es que en junio en Granada se mezcla todo. Se mezclan las montañas de apuntes con el Corpus y se mezcla el fresco del Darro que pide trasnoche y duermevela, con la estridencia de los despertadores que olvidan que es tiempo de grillos y de festivales y, si no, que se lo digan a Enrique Gámez que está ya a un paso de subir la cuesta de la Alhambra para empezar lo suyo, lo que mima todos los años que por eso digo que es suyo, aunque sea de todos o que se lo digan a Mirito Torreiro o a José Sánchez Montes, la gente del Festival de Cines del Sur, que más que a un paso, se encuentran a medio de apagar las luces de la sala.

Por eso, por lo peligroso que es mezclar, hablaré de las elecciones en otoño.

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