Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Elogio de la estrechez

Ala entrada de San Juan de los Reyes, por la Cuesta del Chapiz, en el Albaicín bajo, hay una señal de prohibición enorme, hiperbólica, que advierte a los automovilistas de la imposibilidad de pasar si el automóvil supera los 130 centímetros de ancho. La desproporción de la señal no es una concesión a los despistados sino un argumento de persuasión destinado a los incrédulos y a los forasteros. En muchas ocasiones las señalizaciones de tráfico exageran; los consejos hay que interpretarlos menos en su literalidad que como una apelación a la prudencia. En este caso, no. La contundencia de la señal trata de expresar eso: los 130 centímetros no son una figura retórica sino, digamos, una verdad científica.

Aun así hay algún temerario que decide continuar, pasa confiado y circula sin preocupación hasta que llega al estrechamiento. Entonces un sentimiento de incredulidad y miedo lo paraliza. Ya no hay nada que hacer. No hay posibilidad, en el sentido preciso de la expresión, de vuelta atrás. Hay que seguir, continuar, sea cual sea el precio. En algunos casos, los bomberos han tenido que retirar el vehículo atrapado entre las paredes del desfiladero.

Yo, que he vivido por estas calles durante muchos años, siempre interpreté la angostura de la calle San Juan de los Reyes como una especie de aduana del pasado para controlar el flujo del presente. La estrechez era, de algún modo, la forma en que se resarcía la historia secular del barrio -algo así como un peaje- de las arbitrariedades urbanísticas de hoy. De la lentitud, contra la velocidad; del reposo, contra el apresuramiento.

No se trata, por tanto, de un error de cálculo, de un diseño defectuoso o de una anormalidad que se pueda ni deba corregir, sino de la manifestación de algunas de las características más elevadas del barrio: estrechura, recogimiento, reserva, circunspección... ¡El jardín cerrado para muchos de Soto de Rojas! Máxime en una calle donde se multiplicaban hasta hace unos años las mancebías, con sus impúdicas exhibiciones de corsetería barata colocadas sobre cuerdas en los balcones, como garantía menos de un erotismo apasionado que de una higiene rutilante.

No comparto, por tanto, la idea de retranquear las casas, comerles las esquinas y ampliar la calle lo suficiente como para facilitar el paso de más y mayores automóviles. Es un disparate que nace no sólo de un profundo desprecio por el barrio sino de un desconocimiento absoluto de sus, digamos, valores ontológicos que reconocemos y apreciamos quienes viven o hemos vivido. ¡No ensanchen los pasajes de la infancia!

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