EN más de trescientos años de parlamentarismo británico -el pionero- sólo una vez ha tenido que dimitir el speaker (presidente) de la Cámara de los Comunes. Lo hizo John Trevor en 1695. Por aceptar sobornos. El actual speaker, Michael Martin, lo hará también, el próximo 21 de junio. Por el escándalo de los gastos de los diputados que preside y organiza.

Lo más llamativo de este incidente es que afecta al conjunto de la clase política del Reino Unido, sin distinción de colores o ideologías. Ninguno ha vulnerado la ley, pero casi todos la han retorcido en su beneficio. Han hecho algo que es moneda común en otros pagos: aprovecharse de sus prebendas y sus cargos. Un caso claro de picaresca.

Sucede que los miembros de la Cámara de los Comunes se han asignados unos sueldos ciertamente modestos en relación con sus funciones de representantes del pueblo: 72.000 euros anuales. Como necesitan un domicilio en Londres (hay sesiones parlamentarias de lunes a jueves) y otro en su circunscripción, donde tienen la obligación, allí sí, de atender a sus electores, se les compensa con una cantidad máxima de 27.000 euros para estos gastos. El truco está en que muchos de ellos han considerado los 27.000 euros un fijo en su retribución y han cargado a este concepto todo lo que se les ha pasado por la cabeza con tal de cobrarlos íntegramente y cada año. En este etéreo apartado de gastos surgidos en el ejercicio del cargo han estado metiendo desde hipotecas ya saldadas hasta limpieza de piscinas, comida para mascotas, arreglos de pista de tenis, televisiones de plasma y muebles de diseño... en fin, cosas que tiene poco que ver con la actividad parlamentaria y mucho que ver con la vida regalada a costa del presupuesto.

Llegados a este punto, me asalta una pregunta: ¿no les suenan estas prácticas a algo conocido? No hace falta mirar hacia el Reino Unido para encontrarse conductas abusivas de este tipo entre políticos electos. Cualquier mínima investigación del uso que hacen los diputados españoles de sus privilegios legales en materia de viajes, el cobro de las dietas establecidas por asistencia a plenos y comisiones, el manejo de los móviles y ordenadores que el Estado pone a su disposición o la utilización de coches oficiales por ellos, los alcaldes y otros altos cargos daría para un serial interminable que dejaría en pañales lo de la Cámara de los Comunes.

La diferencia es que allí se ha liado la que se ha liado, con dimisión del presidente por haberse negado a publicar los gastos inflados de los parlamentarios y amenaza de disolución de la cámara, y aquí ni se nos ocurre que su homólogo Bono vaya a verse siquiera interpelado por la cuestión ni, mucho menos, tentado de estimar que se trata de un escándalo al que hay que meter mano.

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