tiempos modernos

Bernardo Díaz Nosty

Estética Dívar

CASI nadie se apiada de este santón institucional de nuestra democracia menguante. La opinión pública, la que se detecta sin necesidad de acudir a las encuestas, porque parece ser unánime, se muestra no tanto escandalizada -ha perdido la capacidad de sorpresa- como indignada. Es como si la línea roja que marca el perímetro de tolerancia del pacto de sociedad hubiese sido traspasada por quien está llamado a vigilarla y, por consiguiente, a dar ejemplo.

La presunción de inocencia, en el caso del señor Dívar y en cualquier caso, obliga a no descargar sobre él la fuerza demoledora que sólo la Justicia puede liberar. Pero aquí, independientemente de la necesaria acción esclarecedora, se ha llegado a un punto de la estética pública, del ropaje de la ética, que es muy revelador ante la ciudadanía. El juicio de la opinión pública se agrava a medida que el tiempo dilata la disonancia entre el clamor popular y la inacción institucional. Porque la inocencia y la verdad que nos gustaría festejar no pueden sustanciarse, cuando el daño en la fachada democrática es tan grande, con una rueda de prensa.

No es presentable la retórica taimada que hurta a la opinión parcelas necesarias de la verdad exigible, que se zafa del sentido común y traslada la indignación por una falta personal al conjunto de una institución central de la democracia. El señor Dívar recrea componentes estéticos del poder que nos recuerdan a ciertas modalidades de representación que ya están fuera de escena. En definitiva, con independencia del alcance de la cuestión, que se resuelve con transparencia, sus aclaraciones no han convencido a la opinión pública y, por ello, por razones de Estado, por respeto a la credibilidad institucional, debería salir del entramado en el que se ampara.

El caso del señor Dívar es insostenible. Sus explicaciones públicas apelan a una visión del derecho, de la vida y de la ética que, aparentemente, son poco comunes en nuestro entorno. ¿Habría resistido este caso sólo tres días -y no me refiero a la vida privada del ciudadano Carlos- en el Reino Unido, Francia o Alemania...?

Ábranse comisiones de investigación, indáguese y si, como cree el juicio de la opinión pública, hay falta en sus actos o mentira en sus palabras, caiga todo el peso del descrédito sobre la persona, pero libérese cuanto antes de la presión ambiental a una institución central del sistema democrático. No se trata tanto de acusar sin más a un alto mandatario del Estado, sino de rescatar ante la opinión pública la confianza en el Poder Judicial, porque el sólido elefante de la democracia no resiste tantos disparos seguidos.

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